Excélsior, 26 de enero de 2015
El título de este texto pretende ser, más que una alegoría, una descripción. Los datos presentados por Transparencia Internacional (TI) a través del Índice de Percepción sobre la Corrupción, así como de su análisis sobre lavado de dinero durante 2014, muestran que la corrupción es un problema endémico en todo el planeta.
Entre todos los países, el nuestro se encuentra en la mitad en que mayor corrupción es percibida, tanto por la ciudadanía como por otros actores económicos y políticos. En el ranking de TI, México ocupa el lugar 103 entre 175 países. Y entre los 28 que son medidos a través de la categoría de “pagadores de sobornos”, ocupamos el lugar 26: el tercero peor en esa lista.
Nuestro principal socio comercial, Estados Unidos de América, se encuentra en el lugar 17, en la misma lista; mientras que entre los 28 en que se midió el pago de sobornos, ocupa el lugar 10 de los 28 medidos.
España se encuentra en el lugar 37 en la lista; Francia en el lugar 26; Italia en el lugar 69; Rusia en el 136; en contraste Suecia se ubica en el 4º sitio; Noruega en el 5º; mientras que Finlandia en el 3º.
Es de llamar la atención que en el Índice citado se publican datos relativos al Producto Interno per cápita, pero también la Tasa de Mortalidad infantil. En ese indicador tenemos una tasa 7 veces superior a la registrada en Noruega y Suecia; tres veces mayor que las de Francia, Italia y España; lo cual es muestra no sólo de un sistema político y económico mucho más corrupto, sino también mucho más ineficiente y generador de desigualdad social.
Sobre estos temas, se dice constantemente que el problema se encuentra en la crisis ética de nuestras sociedades, y en las que la deshonestidad es la norma como criterio de gobierno y ejercicio de la política; empero, se deja de lado el análisis profundo de otras cuestiones, también éticas, como los valores que subyacen a las decisiones y estilos de vida que hemos asumido de manera globalizada.
Por ejemplo, poco se ha presentado de manera seria respecto de la codicia como el principal sentimiento humano detrás del modelo económico y de desarrollo vigentes. Poco importa si se destruye el medio ambiente, si se lastima a los demás o se les margina a las peores condiciones de vida, mientras que “Yo”, como criterio de organización social, pueda consumir sin límites y acumular riqueza al infinito.
Dicho de manera estricta, se puede ser un codicioso transparente; y se podría tener modelos de gobierno transparentes pero también concentradores de la riqueza y generadores de desigualdad; no habría contradicción lógica en ello, aunque sí ética.
Lo que deberíamos estar discutiendo en ese sentido es cómo generar un punto de quiebre ético, que nos lleve al mismo tiempo a un quiebre en la forma en cómo se toman las decisiones económicas y políticas en nuestra sociedad.
La generación de sociedades profundamente democráticas pasa por eso: por la edificación de criterios civilizados de convivencia, sustentados en el consumo responsable, en el rescate ecológico del planeta y, sobre todo, en una nueva e infinita responsabilidad ética con los demás. Y todo esto implica, sin regateo en el adjetivo, un nuevo modelo político para la solidaridad.
Investigador del PEUD-UNAM
Twitter: @Ml_fuentes