Tan importante es la garantía de la libertad de expresión como el cumplimiento del derecho a la educación.
Vivir en la pobreza implica ser víctima de la violación de diferentes derechos humanos. En efecto, carecer de los recursos suficientes para satisfacer las necesidades de alimentación, salud, educación, vivienda, vestido y transporte, por citar sólo algunas dimensiones, implica el incumplimiento de los derechos humanos.
Por esta razón, resulta cuestionable la actual tendencia a medir y, con base en cálculos matemáticos, sostener que hay tres tipos de pobreza, a saber, de acuerdo con las mediciones del Coneval, pobreza alimentaria, pobreza de capacidades y pobreza de patrimonio.
Desde mi punto de vista, la segmentación de la pobreza con base en criterios basados en niveles carenciales es contraria a una noción comprensiva de los derechos humanos porque, en sentido estricto, ninguno de los derechos podría superponerse o ser considerado con un mayor rango de importancia que los demás.
Lo anterior implica reconocer una relación de interdependencia de los derechos humanos: es decir, tan importante resulta la garantía de la libertad de expresión como el cumplimiento del derecho a la educación, a la salud o a la vivienda digna, porque el incumplimiento de uno de ellos alteraría el cumplimiento o la afectación al cumplimiento de los demás.
Tengo la impresión de que la medición de la pobreza, basada estrictamente en la estimación de ingresos insuficientes para adquirir cierto nivel de satisfactores, responde a una visión, del poder y de la política, desde la cual las personas somos percibidas como fragmentadas o, peor aún, hemos sido reducidas a la tan temida unidimensionalidad advertida por Marcuse en la década de los 60.
Considerar que se es “relativamente menos pobre” cuando se sitúa a una persona en pobreza patrimonial, frente a una en pobreza de capacidades, constituye un grave error conceptual, desde el punto de vista de los derechos humanos, pues implica de inmediato asumir que la garantía de la educación, la salud y la alimentación es más relevante que la garantía de una vivienda decorosa, de un trabajo digno o de un medio ambiente sano.
Un debate que parta de estas consideraciones y profundice en el mandato que la ley le da al Coneval en materia de evaluación de la política social y en medición de la pobreza, es indispensable porque el impacto que esto tendría en el diseño de las políticas y programas para el desarrollo social sería mayor.
No es lo mismo construir un programa que impacte sobre todo en los indicadores considerados como estratégicos en la medición de la pobreza cuando ésta se considera como insuficiencia de
ingresos, que diseñar uno que exigiría una política pública anclada en la noción del cumplimiento universal, transversal y simultáneo de los derechos humanos.
Asumir una definición de la pobreza, orientada en función del grado de incumplimiento de los derechos humanos, permitiría incluso transitar hacia lo que muchos hemos exigido desde hace años: de un modelo de gobierno reducido a la gerencia de programas y a la mínima regulación de los sectores estratégicos para el Estado, a un modelo de gobierno que busca garantizar los derechos humanos y para lo cual diseña instituciones fuertes capaces de orientar y establecer la rectoría estatal en sectores clave para el desarrollo.
El Día Internacional de los Derechos Humanos, cada 10 de diciembre, debería ser un motivo de convocatoria para reabrir el debate académico y político sobre cómo entender la pobreza, porque de ello depende, en buena medida, la capacidad de transformar a las instituciones con la finalidad de garantizar inclusión, equidad y justicia social.
Vivir en la pobreza implica ser víctima de la violación de diferentes derechos humanos. En efecto, carecer de los recursos suficientes para satisfacer las necesidades de alimentación, salud, educación, vivienda, vestido y transporte, por citar sólo algunas dimensiones, implica el incumplimiento de los derechos humanos.
Por esta razón, resulta cuestionable la actual tendencia a medir y, con base en cálculos matemáticos, sostener que hay tres tipos de pobreza, a saber, de acuerdo con las mediciones del Coneval, pobreza alimentaria, pobreza de capacidades y pobreza de patrimonio.
Desde mi punto de vista, la segmentación de la pobreza con base en criterios basados en niveles carenciales es contraria a una noción comprensiva de los derechos humanos porque, en sentido estricto, ninguno de los derechos podría superponerse o ser considerado con un mayor rango de importancia que los demás.
Lo anterior implica reconocer una relación de interdependencia de los derechos humanos: es decir, tan importante resulta la garantía de la libertad de expresión como el cumplimiento del derecho a la educación, a la salud o a la vivienda digna, porque el incumplimiento de uno de ellos alteraría el cumplimiento o la afectación al cumplimiento de los demás.
Tengo la impresión de que la medición de la pobreza, basada estrictamente en la estimación de ingresos insuficientes para adquirir cierto nivel de satisfactores, responde a una visión, del poder y de la política, desde la cual las personas somos percibidas como fragmentadas o, peor aún, hemos sido reducidas a la tan temida unidimensionalidad advertida por Marcuse en la década de los 60.
Considerar que se es “relativamente menos pobre” cuando se sitúa a una persona en pobreza patrimonial, frente a una en pobreza de capacidades, constituye un grave error conceptual, desde el punto de vista de los derechos humanos, pues implica de inmediato asumir que la garantía de la educación, la salud y la alimentación es más relevante que la garantía de una vivienda decorosa, de un trabajo digno o de un medio ambiente sano.
Un debate que parta de estas consideraciones y profundice en el mandato que la ley le da al Coneval en materia de evaluación de la política social y en medición de la pobreza, es indispensable porque el impacto que esto tendría en el diseño de las políticas y programas para el desarrollo social sería mayor.
No es lo mismo construir un programa que impacte sobre todo en los indicadores considerados como estratégicos en la medición de la pobreza cuando ésta se considera como insuficiencia de
ingresos, que diseñar uno que exigiría una política pública anclada en la noción del cumplimiento universal, transversal y simultáneo de los derechos humanos.
Asumir una definición de la pobreza, orientada en función del grado de incumplimiento de los derechos humanos, permitiría incluso transitar hacia lo que muchos hemos exigido desde hace años: de un modelo de gobierno reducido a la gerencia de programas y a la mínima regulación de los sectores estratégicos para el Estado, a un modelo de gobierno que busca garantizar los derechos humanos y para lo cual diseña instituciones fuertes capaces de orientar y establecer la rectoría estatal en sectores clave para el desarrollo.
El Día Internacional de los Derechos Humanos, cada 10 de diciembre, debería ser un motivo de convocatoria para reabrir el debate académico y político sobre cómo entender la pobreza, porque de ello depende, en buena medida, la capacidad de transformar a las instituciones con la finalidad de garantizar inclusión, equidad y justicia social.
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