Los costos de la corrupción en nuestro país son muy altos; se estiman
en varios cientos de miles de millones de pesos anuales. Sin embargo,
quizá no sea éste el mayor daño que se está generando, sino la fractura
ética que significa tanto para las instituciones del Estado, como para
la sociedad en general.
Estamos frente a una verdadera crisis porque no hay un solo ámbito de
los poderes públicos que esté a salvo de la sospecha; lo que es más, en
los últimos años, fue el propio titular del Ejecutivo quien en la
pasada administración acusó a una parte del Poder Judicial de proteger a
los grupos de la delincuencia organizada.
Por su parte, los gobiernos estatales y municipales han sido
evidenciados reiteradamente en malos manejos de los recursos públicos;
hay cientos de casos documentados en los que se ha acreditado que hubo
desvío de recursos para fines ilícitos, por ejemplo, financiamiento de
campañas; o bien el uso del dinero para el enriquecimiento personal.
El escándalo más reciente lo ha protagonizado el Congreso de la
Unión, particularmente la Cámara de Diputados, en donde el coordinador
del grupo parlamentario del PAN ha sido acusado del cobro de una
“comisión” a presidentes municipales del estado de Guanajuato, a cambio
de gestionar recursos etiquetados para obra pública en sus
demarcaciones.
En este contexto, resulta inaceptable que hasta ahora no haya habido
todavía explicaciones convincentes en torno a las prácticas, al parecer
generalizadas, de cobro de cuotas a cambio de asignaciones de partidas
de recursos en el Congreso. Lo es doblemente, porque en una democracia
se asume que si hay un elemento de control del gobierno, éste es
precisamente la supervisión y auditoría del presupuesto, por parte del
Congreso.
A un año de esta administración, la fractura sigue: infortunadamente
la iniciativa del Presidente para crear una comisión anticorrupción no
ha avanzado, pero tampoco los otros Poderes de la Unión se han planteado
llevar a cabo reformas para que, en sus estructuras internas, se ponga
definitivamente freno a la corrupción.
Permanece, pues es un juego perverso en el que los contratistas y
prestadores de servicios de los gobiernos, en todos los niveles, saben
que deben considerar al menos 10% al pago de la corrupción; las personas
saben que agilizar un trámite les costará cierta cantidad, y en general
todos sabemos que toda gestión puede implicar un costo adicional, lo
cual sigue provocando una corrosión institucional sin precedentes.
Es evidente que nuestra democracia no tendrá viabilidad si no
logramos extirpar la corrupción del sistema institucional. En ese
sentido, no podemos seguir siendo un país atrapado en la lógica de la
defensa de intereses privados desde las instituciones públicas, ni mucho
menos podemos seguir tolerando la sangría de recursos que implica el
constante desvío del dinero que está en manos de los gobernantes.
Estamos ante un reto mayor, pues acabar con la corrupción requiere,
sí de un cambio de las instituciones y sus procedimientos, pero, sobre
todo, de una renovación ética de todos los órganos y poderes del Estado.
Lo anterior exige, a su vez, de una profunda transformación cultural
que nos lleve a la revaloración y recuperación de un verdadero sentido
del servicio público, lo cual no significa otra cosa sino entregar toda
la energía y capacidades, para generar bienestar y equidad para toda la
población.
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