Los resultados de los estudios demoscópicos en torno a la confianza y
nivel de satisfacción que tiene la población respecto de la democracia,
muestran que hay un descontento generalizado con los resultados que han
tenido en la última década los gobiernos legítimamente electos.
Uno de estos estudios es el reporte Latinobarómetro, en el cual se
consigna que en nuestro país únicamente 37% de los ciudadanos prefiere a
un gobierno democrático sobre uno autoritario; con el mismo porcentaje
se encuentran quienes sostienen que les da lo mismo el tipo de gobierno,
y en el orden de 25% están las personas que preferirían un gobierno
autoritario.
Si se analizan estos datos a la luz de los resultados de la serie de
la Encuesta Nacional de Cultura y Prácticas Democráticas (ENCUP), lo que
se puede agregar es que las personas en general estarían dispuestas a
ceder algunas de sus libertades a cambio de mayores niveles de
bienestar.
Los datos son preocupantes porque revelan que en México la
construcción de un sistema electoral sólido, con competencia política
real entre los partidos y con una relativa equidad en las condiciones en
que se desarrollan los comicios, no ha logrado traducirse en la
generación de un nuevo orden institucional, capaz de fortalecer al
Estado y a sus instituciones, con el objetivo de distribuir la riqueza y
garantizar mayor bienestar para todos.
Si algo está haciendo falta en nuestro país es que los partidos
políticos, independientemente de su orientación ideológica, desarrollen
plataformas electorales, así como procesos de capacitación y formación
de sus cuadros, con el propósito de que al momento en que llegan a
cargos de representación popular, o a responsabilidades legislativas o
de la administración pública, actúen siempre con irrestricto apego al
orden constitucional.
La cuestión es mayor, pues no podemos hablar de un régimen
consolidado en democracia si la disputa legal por el poder político no
tiene como correlativa la construcción de un diálogo fecundo, capaz de
poner como prioridad en la discusión nacional la construcción de un
Estado que dé cumplimiento pleno al artículo 1º constitucional.
Lo anterior significa, entonces, que deben diseñarse nuevas reglas
para el diálogo público que puedan conducir a una nueva generación de
reglas de consenso, a fin de evitar que el debate y la construcción de
acuerdos para el desarrollo y la justicia social dependa siempre de la
existencia de “coyunturas favorables”.
Debemos estar conscientes de que en los últimos diez años ha habido
un acelerado deterioro en los niveles de satisfacción con la democracia y
con las instituciones responsables de darle viabilidad política,
económica y social; por ello, si algo nos está haciendo falta es
incorporar a la agenda de las reformas urgentes todos aquellos temas
relativos a la cuestión social.
De algún modo, desde hace ya varios meses se ha dejado atrás el
debate que se perfiló durante las campañas políticas de 2012,
consistente en preguntarnos cuestiones de fondo, relativas a cómo
gobernar mejor a la globalización; cómo construir más Estado y cómo
regular adecuadamente a los mercados.
Estos son temas a los que no puede dárseles la espalda, porque si
bien hasta ahora se han construido acuerdos para impulsar importantes
reformas, éstas no serán suficientes si no logramos que se traduzcan en
la base para la refundación de un nuevo estado democrático para la
equidad.
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