Lunes, 5 de octubre 2009
La pobreza de hoy tiende al salvajismo. Se trata de la indolencia ante quien vive el hambre como realidad cotidiana; y frente a quienes mueren de enfermedades curables.
Por todos es sabido que la política social no alcanza para abatir por sí misma ni a la pobreza ni mucho menos a la desigualdad. Si no se comprende que la política económica es en el fondo política social, entonces los problemas y los rezagos estructurales que venimos arrastrando casi ancestralmente se mantendrán, en ocasiones atenuados, en ocasiones matizados, sin embargo nunca resueltos.
A menos de un año del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución se ha olvidado el anhelo de quienes construyeron estas gestas libertarias: moderar la opulencia en los ideales de Morelos; construir justicia social y democracia, en los ideales de la Revolución Mexicana.
La pobreza de hoy tiende al salvajismo. Se trata de la indolencia ante quien vive el hambre como realidad cotidiana; y frente a quienes mueren de enfermedades curables. Hay en esa lógica una categoría olvidada: la de la exclusión social; que implica expulsar a las personas de los sistemas institucionales para la garantía de los derechos humanos.
Los programas sociales con que contamos constituyen en el mejor de los casos un sistema de emergencia que sigue atendiendo a los damnificados del desastre económico que vivimos, desde que extraviamos, hace más de 15 años, la capacidad de generar empleos.
De este modo, la tecnocracia gobernante, pública y privada, convirtió en permanente lo que debía tener un carácter estrictamente temporal: asistir a los pobres con recursos para la subsistencia. El corolario de este esquema nunca se realizó: construir un modelo económico con la capacidad suficiente de absorber e incluir al mundo del trabajo digno a los millones de jóvenes que año con año engrosan las filas de la población económicamente activa.
Por ello, pretender revertir la pobreza sin generar un modelo de crecimiento para la equidad constituye un despropósito mayor, porque implica evadir la discusión sobre cómo generar empleos dignos y centrarla exclusivamente en cómo paliar los efectos de un esquema de desarrollo económico diseñado para la desigualdad.
Mientras el desempleo siga siendo la constante de la economía, la informalidad crezca y persistan modalidades aberrantes del mundo laboral, tales como el trabajo infantil o la desigualdad estructural entre los ingresos que perciben hombres y mujeres, la pobreza seguirá siendo la única realidad cotidiana posible para millones de mexicanos.
Las cifras de la ENOE 2009 son contundentes. Al segundo trimestre de este año, el número de personas desocupadas fue de 2.3 millones, y al cierre de septiembre la cifra se estima en 2.8 millones. La precarización del empleo continúa: la cantidad de personas que perciben menos de un salario mínimo creció, del segundo trimestre de 2008 al segundo trimestre de 2009, de 5.28 a 5.62 millones. Por si fuera poco, también se redujo el número de personas ocupadas con acceso a servicios de salud, pues en el periodo señalado la cifra pasó de 15.8 a 15.4 millones.
El problema es la política económica de este país, que ha renunciado a construir equidad desde la economía política, es decir, desde criterios justos de distribución de la riqueza, por ejemplo, mediante la generación de empleos dignos y la universalización gratuita de la educación y la seguridad social, lo cual implicaría no sólo una reforma fiscal, sino alterar las lógicas de concentración del ingreso que mantienen la profunda desigualdad que hay en México.
Al segundo trimestre de este año, el número de personas desocupadas fue de 2.3 millones.
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