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lunes, 26 de octubre de 2009

Una agenda nacional secuestrada

Lunes, 26 de octubre 2009


México pierde tiempo valioso en mezquinas discusiones; lo peor es que nada pasa por el Congreso que no lo influencie el Presupuesto.

Cien Años de Soledad es una novela maravillosa en todos sentidos, pero hay uno que vale la pena destacar en estos tiempos aciagos para nuestra República.

En esta novela, un pueblo entero pierde la memoria y, con ella, la capacidad de significar a las cosas. El extraño mal que azota a Macondo no es otro sino el olvido generalizado. Pareciera que México está afectado por ello. No sólo extraviamos nuestra memoria, sino que hemos perdido la capacidad de nombrar a las cosas en su plenitud de significados.

Al hambre le llamamos “pobreza alimentaria”; al desistimiento a la vida lo encasillamos en “estadísticas sobre el suicidio”; a la vida en medio de la mugre, la falta de agua y drenaje le llamamos “marginación”. Hemos convertido a la tragedia en meros datos, y con ello hemos pretendido exorcizar la profunda fractura humana que todo ello significa.

Un país con la mitad de su población en pobreza es inviable. Si se le quiere llamar “Estado fallido” o utilizar otro concepto es lo de menos. Lo que está en juego es la capacidad de reconstruir espiritualmente a la nación y reconstituir valores en la aspiración de ser un pueblo solidario y justo.

El Congreso, que debiera ser una tribuna que hiciera honor a su vocación parlamentaria, se ha convertido en un teatro en donde las funciones cotidianas se desarrollan mediante monólogos que han impedido abrir la agenda de los problemas que es esencial resolver para evitar que la muerte, el hambre y la enfermedad sigan asolando a los más pobres.

Si el dilema ético que más puede confrontar a un país es el hambre masiva, no puede comprenderse que año con año la discusión sobre el Presupuesto de Egresos de la Federación se desarrolle con base en un intenso cabildeo de los intereses representados en el Congreso, mediante la cual la magnitud de los retos nacionales se simplifica, de manera ramplona, en una cuestión de puntos porcentuales.

Este es un problema mayúsculo: no es posible que la ética y la proyección moral de una idea sólida de país se subsuma a un debate entre técnicos de la economía. Es más, una disputa de sumas y restas no puede ser calificada en sentido estricto como debate o diálogo.

El poeta Hölderlin dice bellamente: “Desde que somos un diálogo y podemos oír unos de otros”. Esto es lo que se extravió; renunciamos a ser un diálogo y extraviamos la posibilidad de enriquecer espiritualmente a nuestro pueblo y ahora lo hemos sometido al hambre y la frustración más ingente.

México pierde todos los años tiempo valioso en estas mezquinas discusiones, y lo peor es que nada pasa por el Congreso que no esté influido por el debate sobre el Presupuesto.

Lo que queda claro es que, en la renuncia a seguir siendo diálogo, se ha olvidado la necesidad de construir los espacios y los mecanismos para garantizar que todas las agendas, en particular las más relevantes, tendrán cabida en la justa dimensión que les corresponde, en el debate sobre las cuestiones fundamentales del país.

Nuestra agenda nacional está secuestrada. Nada de lo que se ha dicho del Presupuesto cobra sentido ante severas crisis que nos amenazan día con día: el desempleo, el cambio climático, el hambre, las muertes evitables. Ante todo ello, más nos valdría hacer un alto en el camino y recobrar el sendero que nos lleve a intentar, nuevamente, el ser un diálogo y podamos, en verdad, oír unos de otros.

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