Los
devastadores efectos que están teniendo los fenómenos
hidrometeorológicos en todo el territorio nacional revelan, entre muchas
otras cosas, que siempre son los más pobres quienes padecen con mayor
severidad y profundidad, pues son quienes habitan en las zonas y
regiones con mayores carencias y rezagos sociales.
Desde
esta perspectiva, ser pobre implica siempre vivir en una permanente
vulnerabilidad, ya sea ante fenómenos económicos o sociales, tales como
la crisis económica que inició en el 2008 y que sigue asolando al
planeta entero, o bien por fenómenos de la naturaleza, los cuales, a
pesar de su inmenso poder destructivo, no tendrían por qué ser, en todo
caso, siempre mortíferos.
Cada
17 de octubre, el Sistema de las Naciones Unidas hace un llamado a
reflexionar en torno a lo que se ha denominado como el “Día
Internacional para la Erradicación de la Pobreza”, poniendo en el centro
la necesidad de reconocer que la primera prioridad para todos los
Estados no puede ser otra sino la de generar bienestar y desarrollo
incluyente para todas las personas.
En
este año, la ONU hace un énfasis en particular entre el vínculo que
existe entre la pobreza y la discriminación, asunto que debe tener una
relevancia mayor en nuestro país, sobre todo si se considera que los
grupos de población en mayores condiciones de pobreza son al mismo
tiempo los grupos que mayores actos y prácticas de discriminación
padecen.
En
efecto, los datos del Consejo Nacional para la Evaluación de la
Política Social muestran que las personas hablantes de lenguas
indígenas, quienes habitan en zonas rurales, las personas con alguna
discapacidad, así como en general las niñas, los niños y las y los
adolescentes, enfrentan porcentajes mucho mayores de pobreza que el
resto de los grupos poblacionales.
Establecer
el vínculo entre pobreza y discriminación debe llevarnos también al
reconocimiento de que existen agendas que atañen a grupos socialmente
invisibilizados; por ejemplo, carecemos aún en el país datos sobre las
condiciones socioeconómicas de las personas afrodescendientes, y no
contamos con un análisis pormenorizado en torno a los procesos de
empobrecimiento generados por la negación de servicios de salud o la
garantía de otros derechos para las personas de la comunidad LGBTTTI.
De
manera lamentable, vivimos en un país en el que tanto la pobreza como
la discriminación se han “normalizado”, y se asumen de hecho como “parte
natural” de la organización y el funcionamiento de la sociedad, así
como en la asignación de roles que derivan y a la vez alimentan los
estereotipos que privan como criterios de actuación social.
Sin
duda, hay coincidencias sobre la propuesta que existe en torno a
vincular las transferencias de ingresos con diversas opciones
productivas, sin embargo, debemos reconocer que también existen mercados
imperfectos, y que es necesario impulsar una nueva gobernanza sobre
ellos a fin de evitar su tendencia a la concentración y a profundizar
las desigualdades.
Lo
anterior va a requerir de la consolidación de una cultura democrática
que nos lleve a nuevos estadios de exigibilidad y respeto a los derechos
humanos de todos, porque si algo no hemos logrado consolidar en el país
es precisamente una nueva ciudadanía capaz de vivir en un Estado social
de pleno derecho.
Las
imágenes que cada año vemos de miles de personas pobres perdiendo lo
poco que tienen ante lluvias torrenciales u otros fenómenos naturales no
pueden seguir siendo el escenario reiterado en el que se plasma la
desigualdad ancestral, pero terriblemente actual, que padecen quienes
tienen el infortunio de nacer en los territorios históricamente
segregados.
México
necesita de nuevas perspectivas y de nuevas respuestas que nos lleven,
sí a la disminución de la pobreza, pero sobre todo a la reducción de la
desigualdad que nos mantiene como un país dividido y que no logra
reconstruir un relato compartido en torno a un futuro deseable para
todas y todos.•
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