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martes, 22 de diciembre de 2009

Violencia y cohesión social

Mario Luis Fuentes
Lunes 21 de diciembre de 2009

Hay en todo el país una violencia creciente. Lo que debemos tener en claro es que se trata, no sólo de la generada por el crimen organizado, sino de la que se ha instalado en prácticamente todos los espacios de la vida social.

No hay una ciudad o localidad del país en la que los episodios de violencia no sean recurrentes; así lo evidencian los registros administrativos y estadísticos disponibles: robo a transeúnte, homicidios, suicidios, muertes por accidente; delitos sexuales, etcétera.

Al lado de ello habría que pensar, parafraseando a Michael Foucault, en la existencia de una microfísica de la violencia: esto es, de actos violentos que, por su aparente “normalidad”, pasan desapercibidos y se han instalado como parte del paisaje social cotidiano de nuestras sociedades.
Las agresiones verbales hacia las mujeres, de algún modo “normalizadas” en la figura del piropo, son una muestra de la prevalencia del estereotipo del cuerpo de las mujeres, como simple objeto de deseo y de posesión, con lo que se reproduce diariamente una serie de ejercicios de microviolencia, que no por ello dejan de constituir un acto de maltrato.

La violencia ejercida contra las niñas y los niños, en muchos casos cometida por omisión de cuidados o sanciones crueles, son otras de las facetas de la violencia cotidiana. Como ejemplo baste citar los casos de niñas y niños que son encadenados o encerrados mientras los padres salen a trabajar o bien de niñas y niños que son víctimas del castigo corporal como una de las formas extendidas de supuesta educación.

La exclusión social de los millones de jóvenes de entre los 15 y los 29 años y no han tenido la oportunidad de trabajar o de recibir educación de calidad, es otra de las formas cotidianas de violencia que forman parte de una extraña “normalidad social”, en la que pareciera que no queda otra salida sino la resignación o la incorporación a nuevas formas de identidad y agrupación que pasan, en algunos casos, a las filas de la ilegalidad.

Así, el caso de los jóvenes que incendiaron automóviles en la Ciudad de México es una clara muestra del desbordamiento de la violencia que se ejerce en todos lados, todos los días, en un peligroso juego de “unos contra otros”.

Esta microfísica de la violencia cotidiana pareciera ir de la mano con la otra violencia, ésta, sádica, que se expresa en acciones como las fotografías tomadas a un capo de la droga muerto, en las que se cubre su cuerpo con billetes ensangrentados. Lo peor en este caso es que fue la autoridad la que construyó la escena, tomó las fotografías y las filtró a los medios de comunicación.
En un escenario así, la pregunta clave es cómo poder generar cohesión social. Porque, si a esta microfísica de la violencia se añaden los datos de la pobreza y el rezago social, lo que se tiene es un escenario desolador ante el cual el paisaje institucional se ve, no sólo árido, sino desbordado en sus capacidades de reacción e intervención.

Debemos comprender que el estallido social ya está aquí; dio inicio con la ruptura del orden constitucional. Con la constante violación e incumplimiento de las garantías individuales; la pertinaz corrupción y la presencia descontrolada de grupos del crimen organizado que atentan, cada vez de manera más abierta y desafiante, contra la sociedad y, sobre todo, contra las instituciones.

Debemos comprender que el estallido social ya está aquí; dio inicio con la ruptura del orden constitucional.

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Migración y Remesas


lunes, 14 de diciembre de 2009

Linchamiento y revuelta

14-Dic-2009

El más reciente, ocurrido el jueves, culminó precisamente con varias patrullas destruidas e incluso se le prendió fuego a una.
El 6 de diciembre de 2008 se registró la muerte, a manos de la policía, de un joven griego que participaba en una manifestación estudiantil en su país. Esta acción detonó una movilización violenta de estudiantes que duró varias semanas de disturbios y enfrentamientos entre jóvenes y la policía.
Este escenario, en el que el uso excesivo de la fuerza policial detona una crisis social, no es ajeno a la realidad de nuestro país, y su posibilidad latente debería alertarnos, no para incrementar la capacidad de reacción de las fuerzas públicas, sino con el fin de revertir las condiciones que pueden dar pie a una acción como la que se ha visto en países europeos en los últimos dos años.
En la última semana ha habido tres intentos de linchamiento de presuntos delincuentes, que terminan con fuertes agresiones en contra de las policías. El más reciente, ocurrido el jueves, culminó con varias patrullas destruidas e incluso se le prendió fuego a una de ellas.
Lo sintomático de los intentos de linchamiento es que muestran el nivel de malestar social. No se puede justificar que la población se haga justicia por su propia mano, pero también es cierto que los fenómenos de violencia social responden a todo, menos a la lógica jurídica y del orden público.
Así, lo que me parece que no se ha acabado de comprender a cabalidad es que detrás del intento de linchamiento en contra de los presuntos delincuentes, se trata de un tremendo rechazo a la autoridad. Habla de una profunda desconfianza de la población pero, sobre todo, de un agravio mayor que implica asumir que es la autoridad la que ha provocado los niveles de delincuencia, ya sea por omisión o, peor todavía, por complicidad.
No es menor que una turba intente asesinar a golpes a un integrante de la policía. Se supone que, en una sociedad democrática, formar parte de cualquier corporación policiaca es sinónimo de confianza ciudadana.
En México ocurre al revés. Roy Campos presentó en 2008 una encuesta en la que muestra que, entre 14 instituciones evaluadas, la policía se sitúa en el peor lugar, el 12, con una calificación de 5.9 en una escala de 10, en el índice de la confianza ciudadana.
Se ha dicho que en México es posible un estallido social y que una revuelta es probable en la medida en que se agudicen los indicadores de rezago de la sociedad y de fractura de la cohesión social.
Ante ello, es preciso destacar que los datos sobre la pobreza en México, que fueron dados a conocer por el Coneval el jueves 10 de diciembre, deberían constituir un signo de alerta porque, aun sin recoger el severo impacto que la crisis económica tuvo en el bienestar de los mexicanos en 2009, son una evidencia mayor de que las cosas no están funcionando bien.
No es con discursos como se van a solucionar nuestros problemas. Se requiere reconocer que la calidad de los servicios sociales es muy mala; que hay rezagos inaceptables en cobertura; que la economía no es capaz de generar empleos, y que la política económica no está diseñada para la redistribución justa del ingreso.
Ante esta realidad, el desgaste de las autoridades resulta evidente. Por ello se puede afirmar que, en los intentos de linchamiento que hemos visto, la revuelta ya comenzó. Lo urgente es evitar que se desborde y la mejor manera de hacerlo consiste en generar justicia e inclusión social.
No es con discursos como se van a solucionar nuestros problemas. El desgaste de la autoridad es evidente.
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martes, 8 de diciembre de 2009

La pobreza y los drechos humanos

Lunes, 07 de diciembre 2009

Tan importante es la garantía de la libertad de expresión como el cumplimiento del derecho a la educación.
Vivir en la pobreza implica ser víctima de la violación de diferentes derechos humanos. En efecto, carecer de los recursos suficientes para satisfacer las necesidades de alimentación, salud, educación, vivienda, vestido y transporte, por citar sólo algunas dimensiones, implica el incumplimiento de los derechos humanos.
Por esta razón, resulta cuestionable la actual tendencia a medir y, con base en cálculos matemáticos, sostener que hay tres tipos de pobreza, a saber, de acuerdo con las mediciones del Coneval, pobreza alimentaria, pobreza de capacidades y pobreza de patrimonio.
Desde mi punto de vista, la segmentación de la pobreza con base en criterios basados en niveles carenciales es contraria a una noción comprensiva de los derechos humanos porque, en sentido estricto, ninguno de los derechos podría superponerse o ser considerado con un mayor rango de importancia que los demás.
Lo anterior implica reconocer una relación de interdependencia de los derechos humanos: es decir, tan importante resulta la garantía de la libertad de expresión como el cumplimiento del derecho a la educación, a la salud o a la vivienda digna, porque el incumplimiento de uno de ellos alteraría el cumplimiento o la afectación al cumplimiento de los demás.
Tengo la impresión de que la medición de la pobreza, basada estrictamente en la estimación de ingresos insuficientes para adquirir cierto nivel de satisfactores, responde a una visión, del poder y de la política, desde la cual las personas somos percibidas como fragmentadas o, peor aún, hemos sido reducidas a la tan temida unidimensionalidad advertida por Marcuse en la década de los 60.
Considerar que se es “relativamente menos pobre” cuando se sitúa a una persona en pobreza patrimonial, frente a una en pobreza de capacidades, constituye un grave error conceptual, desde el punto de vista de los derechos humanos, pues implica de inmediato asumir que la garantía de la educación, la salud y la alimentación es más relevante que la garantía de una vivienda decorosa, de un trabajo digno o de un medio ambiente sano.
Un debate que parta de estas consideraciones y profundice en el mandato que la ley le da al Coneval en materia de evaluación de la política social y en medición de la pobreza, es indispensable porque el impacto que esto tendría en el diseño de las políticas y programas para el desarrollo social sería mayor.
No es lo mismo construir un programa que impacte sobre todo en los indicadores considerados como estratégicos en la medición de la pobreza cuando ésta se considera como insuficiencia de
ingresos, que diseñar uno que exigiría una política pública anclada en la noción del cumplimiento universal, transversal y simultáneo de los derechos humanos.
Asumir una definición de la pobreza, orientada en función del grado de incumplimiento de los derechos humanos, permitiría incluso transitar hacia lo que muchos hemos exigido desde hace años: de un modelo de gobierno reducido a la gerencia de programas y a la mínima regulación de los sectores estratégicos para el Estado, a un modelo de gobierno que busca garantizar los derechos humanos y para lo cual diseña instituciones fuertes capaces de orientar y establecer la rectoría estatal en sectores clave para el desarrollo.
El Día Internacional de los Derechos Humanos, cada 10 de diciembre, debería ser un motivo de convocatoria para reabrir el debate académico y político sobre cómo entender la pobreza, porque de ello depende, en buena medida, la capacidad de transformar a las instituciones con la finalidad de garantizar inclusión, equidad y justicia social.
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