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lunes, 23 de diciembre de 2013

Desafío 2014

 Excélsior, 23/12/2013

El resumen que se hace desde el Congreso sobre la magnitud de los cambios que se han generado en la presente Legislatura es relevante: 16 reformas constitucionales en 16 meses.

Sin entrar a la valoración respecto del contenido de tales reformas, el dato revela en sí mismo la magnitud de la tarea que tendrá que desarrollar la administración pública federal, así como los gobiernos estatales y municipales, a fin de materializar e implementar el contenido de estas reformas en el ejercicio del gobierno.

Frente a este panorama, no podemos —no debemos—, como país, cometer una vez más el error de asignar “capacidades míticas” a los cambios constitucionales y legales. La tarea recién comienza y es preciso avanzar hacia el abordaje de las otras urgencias, casi todas ubicadas en el terreno de lo social, y que se expresa fundamentalmente en una compleja matriz en la que interactúan conceptos como: desigualdad, pobreza, exclusión, segregación, violencia y marginación.

Debemos estar conscientes de que la “recuperación económica” prevista para el próximo año nos llevará, si acaso, a crecer a un ritmo de 3.5% del PIB; pero también debemos tener claro que aún no se han diseñado nuevos mecanismos redistributivos de la riqueza, con lo que podríamos enfrentar la paradoja de crecer más, pero profundizar la desigualdad y las disparidades regionales.

El inmenso desafío de quienes hoy tienen la responsabilidad de tomar las principales decisiones nacionales y estatales, se encuentra en darle contexto a las reformas; es decir, ubicar con claridad que tendrán que operarlas en ámbitos de violencia nunca antes vistos; en territorios con una institucionalidad débil; y frente a entornos familiares en constante transformación.

Todo esto implica, dicho de manera llana, reconocer que luego de las reformas, nuestros más graves dilemas siguen allí; que el primer paso —si es que efectivamente éstas constituyen la base de la solución— apenas está dado, y que ahora el más grande reto se encuentra en traducir lo que se encuentra en la Carta Magna y sus leyes, en efectivas condiciones de bienestar para la población.
Debemos tener claridad en torno a que el Estado todavía no se ha fortalecido para poner límites y reglas de funcionamiento equilibrado a los mercados; que no se ha construido una nueva institucionalidad para dar cauce a renovados procesos de crecimiento para generar oportunidades para todos; que el mundo del empleo sigue desestructurado; y que la existencia de un sistema integral de protección social sigue siendo una agenda pendiente de resolver.

Quizá uno de los mayores retos que tendremos como país para el próximo año se encuentra en leer las reformas conseguidas, en clave de bienestar; es decir, percibirlas como mecanismos del Estado para orientar nuestro curso de desarrollo hacia un nuevo modelo que permita crecer con y para la equidad, porque, de otro modo, lo que ocurrirá una vez más será que habremos perdido valioso tiempo, y ese sí que es un recurso escaso y nunca renovable.

Más aún, debería asumirse que las reformas construidas deberán orientar al gobierno, en todos sus órdenes y niveles, hacia el cumplimiento universal de los derechos humanos; porque si las modificaciones legislativas no tienen como objetivo contribuir al cumplimiento del artículo 1º constitucional, entonces vamos a repetir el error recurrente en las últimas tres décadas: promoveremos la generación de riqueza, pero prohijaremos mayor pobreza y desigualdad.

*Director del CEIDAS, A. C.
Twitter: @ML_fuentes

lunes, 16 de diciembre de 2013

20 años después

Excélsior, 16/12/2013

Cada que concluye un año resulta valioso plantearnos miradas retrospectivas; más aún, cuando éstas pueden situarse en el mediano plazo, con el propósito de recuperar las lecciones aprendidas, pero también, para poner en una balanza qué se ha dejado de hacer y qué es lo que ha dado resultados negativos. Sin duda, este es un buen momento para pensar en dónde estábamos hace 20 años como país; y en ese repensarnos, pueden situarse dos grandes que nos confrontaron y que nos hicieron darnos cuenta de nuestras inmensas desigualdades y deudas históricas.

La primera de ellas puede denominarse hoy como “la cuestión indígena”; dos décadas atrás, pensar en un Estado pluriétnico era sinónimo de anatema; y era también muy difícil reconocernos como un país históricamente fracturado por las iniquidades; como una nación lacerada por la discriminación; y como una sociedad dividida y confrontada en valores y aspiraciones. El 1º de enero de 1994 nuestro país fue sacudido hasta sus cimientos con el levantamiento armado del EZLN. A la luz de los años, puede asumirse que el reclamo ético expresado por los zapatistas, estaba dirigido no sólo frente al Estado mexicano, sino frente a un modelo de desarrollo continental basado en el despojo y la negación de los diferentes.

En esa misma fecha entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), y como hoy, en ese entonces se asumía que estábamos ante la puerta de entrada a un proceso modernizador de largo plazo que por fin nos situaría entre las naciones más desarrolladas del mundo. Si hubiese que elegir dos conceptos para caracterizar en lo general aquel 1º de enero del 94, éstos serían los de la contradicción y la incertidumbre. Entonces como ahora, había enormes expectativas en torno al poder transformador de las reformas; pero también entonces como ahora había una fuerte crispación y malestar social.

Hace 20 años, como ahora, la mirada de los capitales internacionales, y con ellos las de los medios de comunicación de alcance global, estaban puestas sobre nuestro país; y por ello debemos tener cuidado de asumir, como entonces, un aire de triunfalismo que nos podría conducir a ninguna parte. A dos décadas de vigencia del TLC, nos encontramos con la realidad de que hemos crecido de manera mediocre, alcanzando apenas un promedio anual de 1.5% del PIB. Asimismo, la pobreza, medida a través de los ingresos de las personas, sigue al mismo nivel que había en 1992; y la desigualdad, medida por el Índice de Gini, sigue esencialmente intocada, y en algunas regiones incluso se ha profundizado.

Hoy, sin embargo, estamos agobiados por fenómenos que hace 20 años no tenían la dimensión dramática de ahora: el crimen organizado controla varios territorios y la violencia se ha expandido a todos los ámbitos sociales; las adicciones siguen aumentando; cada vez mueren más personas por causas en exceso evitables; tenemos a 2.7 millones de personas en el desempleo; mientras que la corrupción campea como práctica social normalizada. Estos y otros factores deben conducirnos a la prudencia, una virtud política que hemos dejado de lado y que, ante los riesgos que enfrentamos, puede permitirnos abrir nuevas rutas de crítica e imaginación, en aras de construir, de manera permanente el país justo que por responsabilidad ética, estamos obligados a ser.

*Director del CEIDAS, A. C.

Twitter: @ML_fuentes

lunes, 9 de diciembre de 2013

Democracia y liderazgo


Uno de los mayores retos para una democracia se encuentra en el fortalecimiento de las instituciones. Para América Latina, transitar de regímenes sustentadas en el liderazgo carismático de caudillos hacia sistemas políticos basados en el Estado de derecho ha sido sumamente difícil, y sólo hasta hace apenas unos años se ha conseguido avanzar hacia la construcción de sistemas electorales relativamente estables y competitivos.

De manera preocupante, el Informe Latinobarómetro nos alerta sobre el debilitamiento de la confianza en las democracias; en efecto, recorre todo el continente una oleada de reclamo frente a la incapacidad de los gobiernos democráticamente elegidos de erradicar la violencia, la corrupción, la pobreza y la desigualdad. Esta realidad debe llevarnos al reconocimiento de que las democracias dependen, sí de sistemas institucionales sólidos que eliminen la discrecionalidad y el populismo; pero que también están determinadas por liderazgos democráticos que le den certidumbre y credibilidad al régimen de gobierno.

Lo anterior significa simple y llanamente que una democracia sin figuras democráticas emblemáticas siempre será frágil; porque si algo deberíamos haber aprendido ya, es que hay personajes que engrandecen a las instituciones; que las consolidan y que las potencian al dotarlas de dispositivos éticos que legitiman sus decisiones ante la ciudadanía. El liderazgo ha sido definido de muchas maneras; para la democracia, conviene la idea de que una persona puede ser considerada como un “líder”, en la medida en que sus acciones resultan siempre y en todo lugar ejemplares y dignas de ser imitadas y seguidas por sus semejantes.

Habría que preguntarnos, con honestidad, con cuántos liderazgos de este tipo contamos; y sobre todo, cuántos liderazgos más estamos construyendo a fin de que la democracia, la posibilidad de una vida en bienestar y en dignidad, así como una cultura para la paz y la convivencia solidaria para todos, sean la base de un porvenir posible en el corto plazo. La muerte de Nelson Mandela es un claro ejemplo de lo que un líder con vocación democrática y de paz puede hacer a favor de su país, pero también para el resto de la comunidad de las naciones.

Optar por el perdón y darle la espalda a cualquier ánimo de venganza es una lección que pocos son capaces de enseñarnos en nuestros días. Sin duda, habría que reconocer que detrás del avance democrático de Sudáfrica, lo que se encuentra es un sueño de libertad; y si retraemos esta idea a nuestra realidad, lo que encontramos detrás de las grandes decisiones de Juárez, Zapata, Madero o Lázaro Cárdenas, lo que encontramos también es el anhelo de justicia, libertad y dignidad para el país.

Desde esta perspectiva, el liderazgo sólo puede construirse desde una profunda noción de lo humano, desde la cual pueda convocarse constantemente a la reflexión compartida; al compromiso público con las mejores causas, y a la exigencia indeclinable de apego irrestricto al orden constitucional y su mandato de cumplir y exigir el cumplimiento integral de los derechos humanos. Todo esto lleva a una conclusión inevitable: una democracia requiere múltiples liderazgos, para que, en medio de la diversidad, puedan proponer y conducir diálogos perdurables para el acuerdo; y para alertarnos sobre los siempre posibles extravíos a que puede conducirnos una lógica de violencia, corrupción y malestar cultural, como la que hoy nos aqueja.

*Director del CEIDAS, A. C.

Twitter: ML_fuentes

lunes, 2 de diciembre de 2013

La fractura sigue


Los costos de la corrupción en nuestro país son muy altos; se estiman en varios cientos de miles de millones de pesos anuales. Sin embargo, quizá no sea éste el mayor daño que se está generando, sino la fractura ética que significa tanto para las instituciones del Estado, como para la sociedad en general.
Estamos frente a una verdadera crisis porque no hay un solo ámbito de los poderes públicos que esté a salvo de la sospecha; lo que es más, en los últimos años, fue el propio titular del Ejecutivo quien en la pasada administración acusó a una parte del Poder Judicial de proteger a los grupos de la delincuencia organizada.
Por su parte, los gobiernos estatales y municipales han sido evidenciados reiteradamente en malos manejos de los recursos públicos; hay cientos de casos documentados en los que se ha acreditado que hubo desvío de recursos para fines ilícitos, por ejemplo, financiamiento de campañas; o bien el uso del dinero para el enriquecimiento personal.
El escándalo más reciente lo ha protagonizado el Congreso de la Unión, particularmente la Cámara de Diputados, en donde el coordinador del grupo parlamentario del PAN ha sido acusado del cobro de una “comisión” a presidentes municipales del estado de Guanajuato, a cambio de gestionar recursos etiquetados para obra pública en sus demarcaciones.
En este contexto, resulta inaceptable que hasta ahora no haya habido todavía explicaciones convincentes en torno a las prácticas, al parecer generalizadas, de cobro de cuotas a cambio de asignaciones de partidas de recursos en el Congreso. Lo es doblemente, porque en una democracia se asume que si hay un elemento de control del gobierno, éste es precisamente la supervisión y auditoría del presupuesto, por parte del Congreso.
A un año de esta administración, la fractura sigue: infortunadamente la iniciativa del Presidente para crear una comisión anticorrupción no ha avanzado, pero tampoco los otros Poderes de la Unión se han planteado llevar a cabo reformas para que, en sus estructuras internas, se ponga definitivamente freno a la corrupción.
Permanece, pues es un juego perverso en el que los contratistas y prestadores de servicios de los gobiernos, en todos los niveles, saben que deben considerar al menos 10% al pago de la corrupción; las personas saben que agilizar un trámite les costará cierta cantidad, y en general todos sabemos que toda gestión puede implicar un costo adicional, lo cual sigue provocando una corrosión institucional sin precedentes.
Es evidente que nuestra democracia no tendrá viabilidad si no logramos extirpar la corrupción del sistema institucional. En ese sentido, no podemos seguir siendo un país atrapado en la lógica de la defensa de intereses privados desde las instituciones públicas, ni mucho menos podemos seguir tolerando la sangría de recursos que implica el constante desvío del dinero que está en manos de los gobernantes.
Estamos ante un reto mayor, pues acabar con la corrupción requiere, sí de un cambio de las instituciones y sus procedimientos, pero, sobre todo, de una renovación ética de todos los órganos y poderes del Estado.
Lo anterior exige, a su vez, de una profunda transformación cultural que nos lleve a la revaloración y recuperación de un verdadero sentido del servicio público, lo cual no significa otra cosa sino entregar toda la energía y capacidades, para generar bienestar y equidad para toda la población.