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martes, 21 de abril de 2009

La nueva refinería: el entorno social


Armas


20 de abril de 2009

Según los datos del Small Arms Survey, en el mundo hay más de 200 millones de armas de uso militar, de los cuales al menos 76 millones son consideradas “excedentes”. Y cada año se extravían en todo el mundo alrededor de 650 mil armas de uso civil, lo que genera un enorme mercado para los grupos delincuenciales y las guerrillas.

Asimismo, se estima que una de cada mil en manos de civiles es susceptible de ser desviada de su uso legal, lo que ocasiona una inmensa cantidad de armas de fuego disponibles para la comisión de delitos, particularmente el secuestro, el robo a mano armada y los asesinatos.

Es de destacar que en todo el mundo hay arsenales oficiales con entre 100 y 140 millones de toneladas de municiones para armas pequeñas, de los cuales entre 20 y 30 millones se consideran municiones excedentes.

Estos datos llevan a la necesidad de preguntarse por qué estas armas y municiones no son destruidas. En efecto, los expertos sostienen que uno de los debates que no se ha dado de manera suficiente es qué se entiende por armas y municiones excedentes. Y en tanto tal es el estado del debate, el hecho real es que, mientras sigan existiendo cantidades excesivas de armas y municiones, habrá la posibilidad de la corrupción y de su tráfico ilícito.

El estudio para 2008, del Small Arms Survey, muestra cómo un traficante de armas puede, por 200 dólares, obtener, de funcionarios corruptos en Estados Unidos, certificados de “usuarios finales de armas” en blanco, con los sellos y firmas necesarios para que los traficantes puedan mover las armas a cualquier parte del mundo.

Sin duda, una de las cuestiones pendientes en el marco de la política social y de salud en nuestro país es comprender los alcances y las dimensiones de la violencia armada, tanto la relacionada con el crimen organizado, como con la inmensa cantidad de asesinatos y delitos cometidos con el uso de armas pequeñas en México.

De acuerdo con un documento elaborado por el INEGI, Mujeres y Hombres 2009, en México hay una tasa de mortalidad por homicidios de 8.4 casos por cada 100 mil habitantes. Del total de esas muertes, 56.8% fueron causadas debido a agresión por arma de fuego.

A diferencia de otras causas de mortalidad en las que las tasas entre hombres y mujeres tienen un cierto equilibrio, la mortalidad por homicidios es mucho más elevada para los hombres. Por ejemplo, mientras que en Chiapas la tasa de mortalidad por homicidio contra las mujeres fue de sólo 0.7 casos por cada 100 mil mujeres, en Guerrero la tasa para los hombres fue de 44 casos por cada 100 mil personas del sexo masculino.

Según datos de la PGR, en 2009 se ha logrado asegurar poco más de cinco mil armas y más de 894 mil cartuchos útiles. Estos datos confirman que hay un enorme descontrol en cuanto a posesión, tránsito y venta ilegal, lo que obliga a desarrollar estrategias más allá del ámbito policial, para lograr la destrucción y el aseguramiento de mucho más de estos artefactos y municiones y evitar más homicidios y crímenes cometidos con su utilización.

La violencia generalizada a lo largo y lo ancho del país ha cobrado niveles de una pandemia difícil de controlar. Si a una cultura de discriminación, intolerancia y exclusión, se le agrega la disponibilidad y la falta de control sobre las armas, hay una peligrosa combinación que puede desatar fracturas estructurales en el tejido social, las familias y comunidades, que no sabemos todavía si alguna vez podrán reconstruirse.

Una ruta para explorarla es cuál es el impacto de la proliferación y disponibilidad de videojuegos basados en la violencia, el uso simulado de armas y un “entrenamiento” para su uso sin consecuencias, pero que podrían predisponer a miles de niños y jóvenes para habituarse a una presencia permanente de la violencia armada.

Controlar la importación, el flujo y la distribución de armas en el país es urgente. No hay nada que justifique la existencia de un mercado ilegal en el que casi cualquiera puede adquirir una que no sabemos si ya fue utilizada o no para la comisión de un delito.

Las armas en manos de asesinos y criminales provocan la muerte, la inseguridad y el temor en la sociedad. Este es un lujo que no podemos darnos en una democracia que, como la nuestra, intenta apenas consolidarse y generar bienestar social para todos.

En todo el mundo hay arsenales oficiales con entre 100 y 140 millones de toneladas de municiones para armas pequeñas; 20 y 30 millones se consideran municiones excedentes.

Crisis del Campo: el abono para la pobreza


El Estado Laico

13 de abril de 2009

Hay una diferencia fundamental entre una postura laica y una anticlerical. La primera forma parte del espíritu democrático, al reconocer el derecho de todos a profesar sus creencias; la segunda es muestra de intolerancia que busca reducir espacios de manifestación de las creencias o la religiosidad.

Nuestra historia está llena de ejemplos de por qué un Estado laico es lo mejor para consolidar la democracia. En la vida independiente hemos vivido graves episodios en los que esa intolerancia como el anticlericalismo han apostado por suprimir o reducir libertades individuales.

En un Estado laico, todas las expresiones religiosas tienen cabida, sin demérito o sin acciones que vayan en detrimento de las demás; esto es, un ambiente en el que todos pueden manifestar y profesar sus creencias sin temor a ser reprimidos por ninguna autoridad pública.

Pero es importante considerar que muchas iglesias exigen al Estado suprimir las otras manifestaciones o formas de organización religiosa. Sí, muchas veces, las mayoritarias en una sociedad buscan imponerse o suprimir a las que enseñan cuestiones distintas de las propias.

Esa intolerancia busca precisamente suprimir el Estado laico con un argumento simple: la verdad les pertenece y debe ser aceptada o hasta impuesta, a los demás. Lo interesante estriba en pensar que todas las religiones asumen más o menos lo mismo: la verdad revelada está de su lado y, Dios, dispuesto a hacerla prevalecer.

En México, la religión católica fue impuesta a través de una sangrienta conquista ideológica y militar. Pocos procesos históricos han sido tan sangrientos y crueles como la destrucción de varias cosmovisiones precolombinas, para imponer una visión de la vida y el mundo expresada en el catolicismo reaccionario que vino de España.

Un ejemplo al contrario, de una ocupación militar que no impuso su religiosidad es la del mundo árabe en España: 800 años de ocupación no fueron pretexto para imponer ni una lengua ni una religión. Es difícil imaginar casi un milenio de tolerancia y aceptación, pero no hubo un proceso sistemático de destrucción del cristianismo desde el poder militar y político árabe.

Al contrario, la mentalidad totalitaria que auspició la Conquista construyó, en los 300 años de la Colonia, un discurso de exclusión en el cual lo que no fuera catolicismo en la versión de la contrarreforma impulsada por Loyola e importada a México a través del Santo Oficio, fue rechazado y se sancionó, con el destierro, la cárcel y, en no pocos casos, con la pena de muerte, bajo la acusación de herejía.

La discusión de las últimas semanas, en México, de si los clérigos, de cualquier religión, deben o no participar en política, ha estado tamizada por una concepción falaz: no se trata de definir si quien gobierna puede hacer públicas o no sus creencias, sino de saber si las creencias que profesa exigen de los demás aceptarlas a ultranza porque se trata de la “verdad revelada”.

Desde esta perspectiva de nuestro desarrollo histórico, la discusión sobre religión o creencias del jefe del Estado y de quienes encabezan las instituciones no debería ser tema de debate. En un Estado democrático, el laicismo es una política de Estado, porque ello garantiza las libertades de creencia, religión y pensamiento de todos.

No se trata, pues, de coartar la posibilidad de nadie para expresar públicamente sus creencias, sino de que todos podamos hacerlo en un contexto de tolerancia y respeto a quien no cree lo mismo que nosotros.

En síntesis, el tema de debate de fondo en un Estado democrático no es sobre si los políticos profesan la religión de la mayoría o si profesan siquiera algún tipo de creencia. Se trata de saber si el jefe del Estado o quien aspira a serlo y quienes encabezan a las instituciones públicas tienen una firme convicción republicana, si sus principios y valores son plenamente democráticos y si sus convicciones teóricas e ideológicas tienen un firme arraigo en una cultura de respeto y protección de los derechos humanos. Eso no se ha discutido hoy a cabalidad.

No se trata de definir si quien gobierna puede hacer públicas o no sus creencias, sino de saber si éstas exigen de los demás aceptarlas a ultranza.

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martes, 7 de abril de 2009

Día mundial de la salud: enfermedades de la pobreza


100 mil rechazados y el proyecto de país


Lunes 6 de abril de 2009

México se enfrenta, a la mayor crisis económica de los últimos 100 años, en condiciones estructurales adversas. Los efectos que la reconversión del orden internacional tendrá en nuestro país exigen la revisión del conjunto de políticas y estrategias del Estado a fin de insertarnos con eficacia, no sólo al nuevo orden que habrá de construirse, sino, sobre todo, para lograr tener voz y voto en los procesos de construcción de ese orden.

Si se atiende al “discurso inaugural” del presidente Barack Obama, pueden percibirse algunos de los ejes más importantes desde los cuales nuestro vecino del norte buscará afianzar su liderazgo mundial y garantizar seguir siendo la principal potencia, aun en el marco de un orden internacional con más y mejores equilibrios.

Uno de esos ejes es la educación y la investigación científica y tecnológica. Obama dijo, en uno de sus primeros discursos, que, ante la crisis, EU debía aprovechar que no han dejado de ser los primeros en producción e investigación en ciencia y tecnología y el tener más de la mitad de las 100 mejores universidades del mundo.

La tragedia aquí es que, ante la crisis, las universidades públicas no han sido vistas como ámbitos de oportunidad para distintos procesos, entre otros, cerrar la brecha en investigación y desarrollo que tenemos con respecto a nuestros principales socios estratégicos; fomentar un nuevo sistema nacional de investigación que promueva, no sólo ciencia y tecnología, sino también las humanidades y las artes y, por último, un proceso de fortalecimiento de las universidades públicas, para detonar una nueva forma de educar a nuestras niñas, niños y jóvenes.

Hemos cometido el grave error de abandonar, por ejemplo, el proyecto de la Universidad Nacional en todo lo que implicaba: ser un centro para la investigación al servicio de la humanidad y también un catalizador de la cohesión y la inclusión social.

La educación pública, como gran proyecto de solidaridad nacional, se ha perdido. La decisión de llevar, en una visita oficial, a la secretaria de Estado de EU, al Tec de Monterrey, es reveladora de cómo el gobierno federal ha perdido el rumbo en materia educativa y cómo carece de una sólida visión sobre la necesidad de que la universidad pública sea dimensionada en sus capacidades para generar inclusión social y, sobre todo, formar a personas capaces de ser solidarias y de preocuparse por los problemas sociales más graves que debemos resolver.

El Sistema Nacional de Universidades, a pesar de los grandes esfuerzos de la comunidad académica, sigue estando desarticulado en sus capacidades para reconducir el desarrollo, y eso no es producto sino de la falta de presupuesto, de recursos humanos y materiales suficientes, pero, más aún, de una visión que logre comprender a las universidades públicas como los campus, no sólo en los que se forma a profesionistas, científicos y técnicos, sino, sobre todo, espacios para educar a formadores del país.

El problema de los más de 100 mil jóvenes que fueron rechazados en el examen de admisión de la UNAM no es un problema que por sí mismo pueda resolver esa Universidad. Habría que sumar, a estos 100 mil jóvenes, los otros cientos de miles que año con año son rechazados de otras universidades e instituciones de educación superior pública, para dimensionar bien los asuntos de fondo.

Quizás uno de los más importantes consiste en reconocer que enfrentamos una tragedia silenciosa en todos los niveles de la educación pública. En ese sentido, la urgencia consiste en revalorar el papel de la educación pública como un gran sistema de inclusión social; en donde puedan convivir los más favorecidos con quienes tienen más carencias, y en donde todos tengan la oportunidad de acceder a una educación oportuna y de calidad, sustentada en profundas nociones de derechos humanos, democracia y una cultura para la paz.

La crisis del mundo privado nos ha enseñado, a un costo muy alto, que no todo lo que proviene del Estado puede rechazarse sólo por un dogma ideológico. Ante ello, es posible apostar por la reconstrucción de un sistema educativo nacional que, al incluir a todos, incrementaría en una sola generación nuestros niveles de competitividad, impactaría en la reducción de tasas de mortalidad por causas enteramente prevenibles y, quizás, hasta podríamos aspirar a tener un país cimentado en los valores de la equidad, la justicia y el respeto a la dignidad humana.

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