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martes, 30 de septiembre de 2008

lunes, 29 de septiembre de 2008

Confusión y parálisis

29 de septiembre de 2008

Además de la indignación y el rechazo socialmente generalizado en contra del atentado terrorista del 15 de septiembre en la ciudad de Morelia, debemos reconocer que este trágico evento lamentablemente cumplió con su cometido: hoy en México corre una sensación de que puede ocurrir en cualquier parte y en cualquier lugar, pues la inseguridad que impera amenaza con afectarnos a todos, sin distingo de clase social o posición socioeconómica.

A esta inseguridad se le añade una sensación de incertidumbre provocada por la crisis económica que se vive en Estados Unidos de América y que ya obligó a un ajuste a la baja en las expectativas de crecimiento para éste y el próximo año, lo cual, aunado al incremento de la inflación, nos sitúa en condiciones de alta vulnerabilidad que amenazan, como casi siempre, mayoritariamente a los más pobres.

Como resultado, quizás uno de los mayores saldos que estamos teniendo como sociedad es la pérdida de la confianza: valor esencial en cualquier sistema democrático, porque de ésta depende la construcción de lazos de solidaridad, ayuda mutua, cooperación y, por supuesto, la protección de redes sociales de autocuidado, mismas que han sido denominadas por muchos como “capital social”.

En efecto, la Encuesta Nacional sobre Capital Social, levantada en 2007 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, estimó que en México casi 70% de las personas opinaban que, con respecto a los demás, era mejor “cuidarse las espaldas” que confiar plenamente. En esta misma encuesta, las personas opinaron en forma mayoritaria que el año en que se les preguntó, percibían que la gente se ayudaba menos entre sí que en el año anterior, básicamente debido a que la situación económica no lo permitía.

Por otro lado, la Encuesta Nacional sobre Discriminación muestra que, en una inmensa mayoría, los mexicanos creen que lo que más nos divide es la condición económica, la posición social y el nivel educativo.

En el contexto en que vivimos vale la pena releer los datos de éstas y otras encuestas, porque nos llevan a una cuestión de fondo: el Estado no puede considerar que el incremento en la violencia en todos los ámbitos de la vida social está desligado de los contextos sociales en los que viven las personas y sus familiares.

Así, en vez de generar una estrategia que pueda garantizar la convergencia, la integralidad y la simultaneidad de acciones y procesos de gobierno para detonar el desarrollo social y económico, lo que vemos, al contrario, es un estado de incertidumbre y parálisis de prácticamente todas las dependencias, lo cual se percibe, en su expresión más visible, en los increíbles niveles de subejercicio de los recursos públicos en prácticamente todos los sectores de la administración.

Cuando el miedo se apodera de una sociedad, lo que aparece con mayor fuerza es precisamente la incertidumbre, la cual se constituye de manera inmediata en una peligrosa amenaza para una democracia, sobre todo si no hay una ciudadanía plena que la sustente y garantice su viabilidad en el mediano y el largo plazos.

Estamos frente a un escenario en realidad complejo y las instituciones no han logrado generar espacios de certeza y de confianza para los ciudadanos. Antes bien, lo que hemos visto públicamente es un estado de duda de todos frente a todos: policías estatales investigando a municipales; la Policía Federal y el Ejército interviniendo e investigando a policías estatales y ministeriales y, ahora, incluso, la Policía Federal ocupando las instalaciones de los responsables de la investigación de los crímenes federales, que es precisamente la Agencia Federal de Investigación.

No hay nada que pueda erosionar más y lastimar en mayor medida la confianza de los ciudadanos en la autoridad pública, y simultáneamente generar confusión social, que la incapacidad de ésta para garantizar seguridad a todos, así como mínimos de bienestar. Pero también la confusión se incrementa cuando es la autoridad la que desconfía de sus elementos y se ve en la necesidad de investigarse a sí misma y, más aún, con tan malos resultados.

A México le hace falta una nueva batería de políticas e intervenciones públicas para la construcción de una ciudadanía plena y restituir relaciones de confianza y de solidaridad en las comunidades, a fin de intentar revertir los perniciosos efectos que están teniendo la inseguridad, la impunidad y la delincuencia en la vida de las personas. Necesitamos, en síntesis, nuevas políticas que nos ofrezcan seguridad y, sobre todo, bienestar social.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Morelos: las tareas pendientes



El otro temor

22 de Septiembre de 2008

Los atentados en Morelia, más allá de su vileza, muestran que las autoridades no pudieron prever que algo así podría ocurrir.

México vive una profunda crisis institucional. Esa crisis está determinada por la fractura de las capacidades públicas para atender y cumplir con las responsabilidades mínimas que les asigna tanto la Constitución Política como sus leyes y otros ordenamientos normativos y de regulación.
En el ámbito gubernamental hay una fragmentación en las estrategias generales de la administración pública federal. No se perciben los ejes que articulan a la acción del gobierno y, con ello, tampoco se vislumbra con claridad cuál es el rumbo y el sentido final de sus acciones.
En lo que respecta a los partidos políticos, están atrapados en la lógica de la coyuntura del día siguiente y ninguno de los institutos con legisladores en el Congreso ha presentado una propuesta de agenda integral para la reforma social del Estado que permita abatir la desigualdad y la pobreza que padecemos.
Las instituciones económicas están desbordadas y no han logrado detonar un proceso de crecimiento sostenido, el cual pueda traducirse en los empleos requeridos para la generación de 1.2 millones de plazas anuales que necesitamos para satisfacer la demanda de los cientos de miles de jóvenes que año con año se incorporan al mercado laboral y con el fin de abatir el rezago del desempleo prevaleciente.
Por último, en el ámbito de la seguridad pública todos sabemos la gravedad de la situación que se vive en el país. Los atentados en Morelia, más allá de su vileza, muestran que las autoridades, en todos sus órdenes, no pudieron prever que algo así podría ocurrir; y la aparición de “narcomantas” en aquella ciudad ratifica que los grupos criminales tienen una capacidad de respuesta a la presencia de autoridades federales, e incluso del Ejército, más allá de lo que se ha podido o querido asumir.
En ese sentido, son tres grandes pilares de la estructura institucional del país que, por decir lo menos, hoy se encuentran en una fragilidad mayor: en lo social hay una deuda mayúscula; en lo económico, aun cuando se ha resistido relativamente bien el embate de la crisis de Estados Unidos, en cuestiones estructurales seguimos recaudando muy poco en impuestos y ese poco que se recauda se distribuye muy mal, amén de la ya señalada incapacidad de generar empleos y, en tercer lugar, en el ámbito de la seguridad pública existe una percepción generalizada en torno a que la impunidad, la corrupción y la incapacidad se encuentran en todas las estructuras policiales, de investigación y de procuración de justicia.
Frente a este escenario se han escuchado muchas propuestas; sin embargo, antes de dar respuestas, hay preguntas que no nos hemos atrevido a hacernos, quizá por la magnitud de lo que implican las respuestas que es necesario construir.
Por ejemplo, habría que preguntar si el Estado no puede ya, en su estructura y con sus recursos, combatir con efectividad y hasta sus últimas consecuencias al crimen organizado; ante esto, vale cuestionar, ¿qué pasaría si el nivel de corrupción es tal que el proceso de descomposición de las policías y los organismos de seguridad de las entidades de la República es ya irreversible? ¿Qué implica que las autoridades no hayan logrado generar empleos y calidad de vida para todos en los últimos 20 años? ¿Y qué pasaría si el mercado y sus instituciones vinculadas no son las idóneas para generar crecimiento económico y equidad distributiva?
Por lo anterior, es evidente que deberíamos comenzar a invertir el orden de nuestras preguntas y, con ello, generar otro tipo de respuestas a los problemas que hoy nos aquejan. En los últimos meses, el terrorismo que se ha ido construyendo por los grupos delincuenciales ha infundido muchos temores en la población y, por ello, al temor de la inseguridad pública hoy habría que señalar que hay otro igualmente profundo, porque si este Estado no puede, entonces la pregunta que debemos formularnos es: ¿cómo hacer para que éste no sea un Estado fallido o, en su caso, cómo lo reformamos para que cumpla con los mandatos que la Constitución le asigna?
El otro temor al que hoy nos enfrentamos consiste precisamente en asumir que el Estado está rebasado y tenemos muy pocas salidas ante los retos que enfrentamos. Habrá que pensar, y en serio, cómo fortalecer al Estado y cómo llevar a cabo una profunda reforma de sus estructuras, con el fin de recuperar la paz social y el bienestar para todos los mexicanos.

Sufren pobreza cunas de libertadores


La importancia de la memoria

15 de septiembre de 2008

El día de hoy se celebra el 198º aniversario del inicio del movimiento insurgente que nos dio la Independencia nacional. Para festejarlo, el gobierno federal ha creado una comisión nacional de festejos con el fin de organizar una “magna celebración” en 2010 y conmemorar simultáneamente los 100 años de nuestra Revolución Mexicana.

Celebrar estos dos acontecimientos fundadores de nuestro país tiene una relevancia que va más allá de la organización de fiestas en todo el territorio nacional. Activar nuestra memoria debiera tener un sentido distinto y llevarnos a rememorar sobre todo las causas que le dieron origen a ambos movimientos.

Así, en los dos casos, en el fondo se encontraba la ausencia de libertades plenas, una ingente pobreza para la mayoría, pero sobre todo, una profunda desigualdad política, económica y social, que no hemos logrado resolver y en los últimos años se ha agudizado de manera tremenda en favor de unas cuantas familias hoy determinantes, desde el poder económico, de decisiones trascendentales para el país.

En el caso de la Independencia nacional, la desigualdad imperante entre españoles, criollos, mestizos e indígenas era abismal. Los primeros controlaban la mayoría de las decisiones económicas y políticas importantes para la Colonia mientras que criollos y mestizos estaban claramente alejados de la posibilidad de determinar rumbo y sentido de la nación y, en el caso de los indígenas, desde luego, sólo había espacio para explotarlos.

En el caso de la Revolución Mexicana la desigualdad no se fundó estrictamente en la noción de “castas o grupos étnicos”. Fue una dictadura feroz que privilegió un modelo de organización del poder en donde, como en todas las dictaduras, las libertades, la justicia y la dignidad estuvieron reservadas sólo para los “amigos” del régimen, a quienes, a cambio de los privilegios, se les exigía obediencia y lealtad hasta la ignominia.

En ambos movimientos, el anhelo fundamental era construir una nación para todos; una nación incluyente de la diversidad y en la que cada uno de los mexicanos tuviera la garantía de la libertad y la igualdad como valores determinantes de nuestra independencia, así como de democracia y justicia social en el caso de la Revolución Mexicana.

Nunca estará de más repetir de manera constante que son estos cuatro pilares básicos de organización social los que pueden llevarnos a una sociedad incluyente, generosa con los más desvalidos, promotora de la defensa de la equidad y desde luego garante de un proceso continuo de expansión y ampliación de nuestros ámbitos de libertades.

En ese sentido, desde la creación de la comisión nacional de festejos fuimos varios quienes quienes señalamos que no habría mejor manera de celebrar nuestra Independencia y nuestra Revolución social, fijándonos ambiciosas metas sociales, y cumplir, en medio de un ambiente de unidad y cohesión nacional, con los saldos sociales que aún arrastramos como país y que mantienen a cerca de diez millones de indígenas en las peores condiciones de pobreza y marginación, a más de un millón de niñas y niños fuera de la escuela, a más de tres millones de ellos trabajando, a miles de niñas, niños y mujeres que cada año mueren por causas prevenibles y, en general, a un país partido por la mitad debido a la ingente desigualdad que hoy nos caracteriza.

Aún estamos a tiempo de lograr algo así. Nos quedan dos años para la celebración del Bicentenario de nuestra Independencia y el Centenario de nuestra Revolución. Como dato vale la pena destacar que aun Porfirio Díaz comprendió en su momento que celebrar el Centenario, generando una infraestructura social mínima, era el mejor instrumento que tenía para intentar mantenerse en el poder. Frente a ello son exigibles, en el caso de nuestra democracia, no acciones mínimas, sino una revisión profunda de nuestros pactos fundamentales, a fin de garantizar seguridad, paz social, equidad, justicia y dignidad para todos.

La semana pasada se inició el debate sobre la integración del Presupuesto de Egresos de la Federación para el ejercicio fiscal 2009 y en ninguna Comisión Legislativa en San Lázaro se alzaron voces con el fin de exigir una composición presupuestal que tenga como metas prioritarias la reducción de la desigualdad, la pobreza y la marginación, de cara a los festejos patrios que se avecinan.

México no puede esperar ni puede estar sujeto una vez más a una disputa mezquina por el dinero en función del año electoral que viene en 2009, por lo que es realmente deseable que, en esta ocasión, el debate por el PEF esté determinado más por la memoria que debido a una visión de futuro que tiene como máximo alcance una ligera mirada al día siguiente.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Economía del Conocimiento: un rezago más para el país


El terror en México

Mario Luis Fuentes
8 de septiembre de 2008
La realidad nacional está teñida de rojo y esta afirmación no es de ninguna manera una metáfora, sino una descripción de las condiciones de inseguridad que nos amenazan y también nos amedrentan en el día a día. La sensación de que “algo puede pasar” en cualquier momento no es ya una ingenua noción del riesgo cotidiano, sino una preocupación real de sufrir un acto violento en todos los espacios, tanto públicos como privados, en México.

Los datos de distintas encuestas y estudios estadísticos sobre la violencia en nuestro país permiten sostener estas afirmaciones: seis de cada diez mujeres han sufrido algún acto de agresión a lo largo de su vida; casi tres de cada cuatro niños han vivido algún acto violento, ya sea en su casa o en su escuela, y dos de cada diez habitantes de las viviendas del país han sido al menos una vez víctimas de algún acto ilícito.

No hay duda de que estos niveles de violencia social constituyen lo que ya puede calificarse como una pandemia que requiere intervenciones públicas mucho más allá de las medidas de prevención y persecución del delito y de los programas de seguridad publica con que contamos. Y, en evidencia, es urgente construir una nueva batería de programas e intervenciones de todos los gobiernos, para atender y promover la salud mental de la población.

A esta violencia debe sumarse la que genera la delincuencia organizada. Las cifras de homicidios crecen cada año y los homicidios y “crímenes de impacto”, como le llaman los expertos en seguridad, son cada vez más recurrentes en todo el territorio nacional.

Por si fuera poco, los grupos criminales están recurriendo cada vez más a las tácticas del terror, la intimidación y la amenaza recurrente en contra de todo y todos aquellos que tienen la responsabilidad o simplemente el valor de confrontarlos.

El hecho de que cada vez más seamos testigos de brutales asesinatos, de la aparición cotidiana de “encajuelados”, “decapitados” o bien personas que son literalmente calcinadas vivas, constituye un límite frente al cual es preciso preguntarnos qué puede seguir; esto es, preguntarnos en torno a si hay posibilidades de que el crimen se torne aún más violento y, si es así, qué se está haciendo para detenerlo de una vez por todas.

La mutilación de un cuerpo y su presentación pública no es un asunto menor. Se trata de una muerte que rebasa con mucho el límite de lo pronunciable. El lenguaje, aun en su mayor potencia creadora, encuentra linderos insondables frente a una “muerte que es mucho más que la muerte”, si se parafrasea a Benjamin.
Esta realidad de lo impronunciable nos sitúa también, como consecuencia, en el límite de lo socialmente aceptable, de lo cotidianamente “vivible”. No se trata, pues, de no sólo “no acostumbrarnos” a ver esta realidad, sino, al contrario, de condenarla y situarla como lo no aceptable, como lo que no puede ser visto y, desde luego, lo que no puede ser considerado humano.

El terror es la sensación que nos produce temor, pero también temblor, nos enseña Kierkegaard. Y el temblor es lo inexplicablemente profundo que nos sitúa frente a lo inconmensurable de la muerte, de lo incomprensible y de lo que con mayor potencia confronta a la vida y su curso “normal”.

Esto es precisamente lo que hace inaceptable la actitud de confrontación y desafío del crimen organizado frente a las instituciones del Estado. Porque en ello nos va también lo aceptable como sociedad y lo que nos aleja cada vez más de una condición de humanidad compartida por todos.

Calificar como terroristas a los actos señalados del crimen organizado no es una exageración. Decapitar a personas, aun siendo quizás otros delincuentes, y arrojar su cabeza en las plazas públicas constituye un acto deliberadamente ejecutado para instalar el terror en una sociedad, desestabilizar a las instituciones y confrontar al orden social. Y esto, en su conjunto, no puede ser denominado sino como terrorismo.
En México ocurren cada año más de diez mil muertes violentas, de las cuales, en los últimos dos años, más de cuatro mil son asesinatos vinculados con la delincuencia organizada. Como dato comparativo, vale la pena considerar que por cáncer de mama o de cérvix mueren igualmente más de cuatro mil mujeres al año.

En los dos casos, en el del cáncer y en el de los asesinatos, se trata de muertes prevenibles y, algunas de ellas, nos dice la Secretaría de Salud, “evitables en exceso”. La gran diferencia es que el cáncer es una enfermedad aún incurable; la violencia, no.
Lamentablemente, la similitud en los dos casos es que, al hacer metástasis, ambos son implacables, pero también se tornan fuera de control. Y esto es lo que hay que frenar ya.

Michoacán: el abismo del desarrollo y la pobreza


lunes, 1 de septiembre de 2008

Gilberto Rincón Gallardo

Mario Luis Fuentes
Lunes 1º de septiembre de 2008

In memoriam

Hablar de las cualidades de un amigo es relativamente sencillo; empero, cuando éste ha fallecido, la empresa se torna sumamente complicada porque, más allá de los afectos y de las apreciaciones subjetivas, la muerte sitúa a las imágenes en fantasmas que convocan a la valoración de las dimensiones que la persona fallecida logró construir a lo largo de la vida.

El deceso lamentable de Gilberto Rincón Gallardo constituye sin duda una pérdida que, sin caer en el lugar común, se suma a las ausencias irreparables en nuestro país.

Gilberto Rincón Gallardo fue en primer término un amigo generoso; respetuoso a más no poder en el trato; amable y hasta cariñoso en sus manifestaciones de afecto.

Fue asimismo un gran intelectual que le deja a nuestro país una obra que bien valdría compilar y hacerla accesible a todos aquellos a quienes pudiera interesar acercarse a una mirada comprensiva y ampliada sobre nuestra realidad contemporánea, al pasar por temas que van, desde nuestra consolidación democrática hasta los relacionados con agendas de nueva generación, siempre puestos en una perspectiva innovadora e inteligente.

Ahora que atravesamos por tiempos aciagos, en los que la incertidumbre es la nota de todos los días, siempre hará falta la lectura y el comentario de Gilberto, lectura atenta que nos lleva a percibir los hilos con los que se teje la complejidad de nuestra realidad cotidiana y, sobre todo, las manos que mueven los hilos de nuestro mundo.

Como político, Gilberto Rincón Gallardo le dio lo mejor de sí al país y sin duda ha sido uno de los activistas político-sociales más destacados en las últimas décadas. Preso político, militante del Partido Comunista, ligado siempre a las causas sociales; diputado federal y sin duda uno de los mejores candidatos presidenciales que, por su actuación en uno de los debates del año 2000, se convirtió en el que de mejor manera ha comunicado su plataforma; así lo demuestran las encuestas posteriores a aquel memorable debate.

Quienes tuvimos la oportunidad de conocer a Gilberto pudimos comprender en el “cara a cara” la dimensión de la congruencia entre el decir y el hacer. Gilberto no fue un hombre que buscara cargos, sino que asumía posiciones. De ahí la enorme relevancia y el peso de su actuación en la lucha por conseguir, en primer término, la aprobación de la reforma constitucional para incorporar el derecho a la no discriminación; así como su incansable lucha por conseguir el pleno cumplimiento de los derechos de las personas que viven con alguna discapacidad o necesidad especial.

Gilberto enfrentó y confrontó siempre a la adversidad y salió siempre victorioso, no porque haya conseguido triunfos en todos los casos, sino porque comprendió y asumió que la mayor victoria se encuentra en mantenerse en la línea de la congruencia y en el ejercicio pleno de la voluntad de obligarse a ser quien es. No tengo duda de que Gilberto, como pocos, lo consiguió a lo largo de sus 69 años de vida.

Asumir durante todos los años una actitud de congruencia; asumir que vale la pena luchar por los ideales y comprometerlo literalmente todo en aras de la defensa de lo que se asume como justo, no puede tener otro nombre más que el de la Integridad —con mayúscula— y esa virtud es la que acompañó siempre a Gilberto y lo hace ser uno de los referentes que no debimos perder.

México requiere líderes de la estatura de Rincón Gallardo y es de esperarse que, por la dimensión de sus aportaciones a nuestra democracia, se le rinda un homenaje nacional en reconocimiento a lo mucho que nos deja, no sólo en obra literaria, mediática y política, sino como un ejemplo de rectitud e integridad moral.

No es fácil asumir que un hombre de esta talla ya no estará más en las discusiones públicas ni en las batallas que hay que librar a favor de los más frágiles y vulnerables. Quizá la mejor manera de recordarlo y de rendirle homenaje sea precisamente la del compromiso con la rectitud y con una ética pública a prueba de todo. Ese es el legado, pero también el reto que nos deja Gilberto.

http://www.exonline.com.mx

Municipios inseguros: un riesgo para el desarrollo.