Mario Luis Fuentes
8 de septiembre de 2008
La realidad nacional está teñida de rojo y esta afirmación no es de ninguna manera una metáfora, sino una descripción de las condiciones de inseguridad que nos amenazan y también nos amedrentan en el día a día. La sensación de que “algo puede pasar” en cualquier momento no es ya una ingenua noción del riesgo cotidiano, sino una preocupación real de sufrir un acto violento en todos los espacios, tanto públicos como privados, en México.
Los datos de distintas encuestas y estudios estadísticos sobre la violencia en nuestro país permiten sostener estas afirmaciones: seis de cada diez mujeres han sufrido algún acto de agresión a lo largo de su vida; casi tres de cada cuatro niños han vivido algún acto violento, ya sea en su casa o en su escuela, y dos de cada diez habitantes de las viviendas del país han sido al menos una vez víctimas de algún acto ilícito.
No hay duda de que estos niveles de violencia social constituyen lo que ya puede calificarse como una pandemia que requiere intervenciones públicas mucho más allá de las medidas de prevención y persecución del delito y de los programas de seguridad publica con que contamos. Y, en evidencia, es urgente construir una nueva batería de programas e intervenciones de todos los gobiernos, para atender y promover la salud mental de la población.
A esta violencia debe sumarse la que genera la delincuencia organizada. Las cifras de homicidios crecen cada año y los homicidios y “crímenes de impacto”, como le llaman los expertos en seguridad, son cada vez más recurrentes en todo el territorio nacional.
Por si fuera poco, los grupos criminales están recurriendo cada vez más a las tácticas del terror, la intimidación y la amenaza recurrente en contra de todo y todos aquellos que tienen la responsabilidad o simplemente el valor de confrontarlos.
El hecho de que cada vez más seamos testigos de brutales asesinatos, de la aparición cotidiana de “encajuelados”, “decapitados” o bien personas que son literalmente calcinadas vivas, constituye un límite frente al cual es preciso preguntarnos qué puede seguir; esto es, preguntarnos en torno a si hay posibilidades de que el crimen se torne aún más violento y, si es así, qué se está haciendo para detenerlo de una vez por todas.
La mutilación de un cuerpo y su presentación pública no es un asunto menor. Se trata de una muerte que rebasa con mucho el límite de lo pronunciable. El lenguaje, aun en su mayor potencia creadora, encuentra linderos insondables frente a una “muerte que es mucho más que la muerte”, si se parafrasea a Benjamin.
Esta realidad de lo impronunciable nos sitúa también, como consecuencia, en el límite de lo socialmente aceptable, de lo cotidianamente “vivible”. No se trata, pues, de no sólo “no acostumbrarnos” a ver esta realidad, sino, al contrario, de condenarla y situarla como lo no aceptable, como lo que no puede ser visto y, desde luego, lo que no puede ser considerado humano.
El terror es la sensación que nos produce temor, pero también temblor, nos enseña Kierkegaard. Y el temblor es lo inexplicablemente profundo que nos sitúa frente a lo inconmensurable de la muerte, de lo incomprensible y de lo que con mayor potencia confronta a la vida y su curso “normal”.
Esto es precisamente lo que hace inaceptable la actitud de confrontación y desafío del crimen organizado frente a las instituciones del Estado. Porque en ello nos va también lo aceptable como sociedad y lo que nos aleja cada vez más de una condición de humanidad compartida por todos.
Calificar como terroristas a los actos señalados del crimen organizado no es una exageración. Decapitar a personas, aun siendo quizás otros delincuentes, y arrojar su cabeza en las plazas públicas constituye un acto deliberadamente ejecutado para instalar el terror en una sociedad, desestabilizar a las instituciones y confrontar al orden social. Y esto, en su conjunto, no puede ser denominado sino como terrorismo.
En México ocurren cada año más de diez mil muertes violentas, de las cuales, en los últimos dos años, más de cuatro mil son asesinatos vinculados con la delincuencia organizada. Como dato comparativo, vale la pena considerar que por cáncer de mama o de cérvix mueren igualmente más de cuatro mil mujeres al año.
En los dos casos, en el del cáncer y en el de los asesinatos, se trata de muertes prevenibles y, algunas de ellas, nos dice la Secretaría de Salud, “evitables en exceso”. La gran diferencia es que el cáncer es una enfermedad aún incurable; la violencia, no.
Lamentablemente, la similitud en los dos casos es que, al hacer metástasis, ambos son implacables, pero también se tornan fuera de control. Y esto es lo que hay que frenar ya.
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