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lunes, 25 de agosto de 2014

El racismo sigue ahí

Excélsior, 25/08/2014


Millones de personas viven y padecen la discriminación, la segregación y la violencia, con base en un absurdo prejuicio arraigado en la mentalidad de muchos, con respecto a que hay personas quienes, por distintas razones, asumen una superioridad biológica o moral respecto de los demás.

Cuando se piensa en este tema, suele aludirse de inmediato a la figura de Hitler y las monstruosidades de la Alemania nazi; sin embargo, no debe perderse de vista que, en sentido estricto, no hay “racismos peores que otros”; quizá los haya más salvajes, perversos, violentos, pero en esencia, toda mentalidad racista resulta odiosa por igual.

Lo ocurrido en días recientes en la localidad de Ferguson, Missouri, revela el hartazgo de una comunidad que ha sido agraviada por siglos, y que no está dispuesta a tolerar más abusos cometidos al amparo de la autoridad policial, los cuales tienen todo el tufo del odio racial y el desprecio a quien es diferente. 

El sur de Estados Unidos de América tiene una historia oprobiosa relativa al racismo. Debe recordarse que fue hasta bien entrado el siglo XIX cuando una guerra civil cruenta fue lo que decidió la abolición de la esclavitud, y que hasta la década de los 60 en el siglo XX, pudieron concretarse en aquel país las modificaciones legales que garantizaron, al menos en la ley, la igualdad para todas y todos.

En nuestro país, la memoria del racismo también es ancestral; sólo hasta el año de 1993 reconocimos en nuestra Carta Magna nuestro carácter de nación pluricultural y pluriétnica; y hasta el año 2000 pudo concretarse, con basen intensos esfuerzos, la redacción —aún incompleta para muchos— que hoy tenemos en el artículo 2º constitucional en materia de pueblos y culturas indígenas.

Una mentalidad racista está acompañada regularmente por otras formas de discriminación e intolerancia; el clasismo característico en nuestras sociedades urbanas es sólo un ejemplo que se expresa sobre todo cuando una persona utiliza el término de “indio” para referirse a otra con desprecio por su condición de pobreza, ignorancia, color de piel o simplemente con propósitos de denostación.

La humanidad que nos caracteriza a todas y todos se abandona en cada ocasión que alguien asume superioridad, por su origen o posición, respecto de los demás. Se trata de una de las patologías ancestrales que debemos erradicar, porque las tentaciones autoritarias, con base en este tipo de prejuicios, siempre está ahí.

Frente a las declaraciones de Ann Coulter, una columnista estadunidense que pide bombardear a nuestro país para solucionar el problema de la migración, lo sorprendente no es sólo el tono y contenido de sus disparates, sino que tenga eco y difusión en los medios de comunicación más relevantes del otro lado de la frontera. Le permiten hablar así —quizá la alientan— porque hay miles de personas que quieren escuchar este tipo de discurso racista, de odio y xenofobia.

Ante ello no basta con decir sólo que se trata de personas ignorantes; este tipo de manifestaciones hay que tomarlas muy en serio porque lo que se encuentra en juego es nada menos que la dignidad humana. A nadie debe serle tolerado hablar o actuar desde el racismo, porque si permitimos que se siembre el odio, corremos el riesgo de que los autoritarios hagan lo que siempre han buscado hacer: sobajar, humillar y someter a los otros.

*Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @ML_fuentes

lunes, 18 de agosto de 2014

La persistente corrupción

Excélsior, 18/08/2014

Seguimos teniendo un país dividido y confrontado. Los saldos de una oprobiosa desigualdad que se ha mantenido y profundizado, sobre todo a partir de la década de los 80 del siglo pasado, nos ubican hoy como un país en el que las identidades están cada vez más desgastadas, mientras que un malestar generalizado se percibe en prácticamente todos los espacios de la vida social.

En este contexto, si hay una percepción uniforme en el país, ésta es la relativa a que en todos los órdenes y niveles del gobierno hay una persistente corrupción que constituye un lastre para el desarrollo. Se trata de una sangría que no sólo nos cuesta miles y miles de millones de pesos, sino que además está minando el desarrollo institucional.

Al respecto es pertinente destacar que en los últimos diez años se han generado nuevos ordenamientos jurídicos que han abonado en materia de transparencia y rendición de cuentas, y derivado de ello, han surgido y se han fortalecido instituciones para potenciar las capacidades del Estado para el control del gobierno y promover el ejercicio honesto del gobierno.

A pesar de esta realidad, la corrupción sigue ahí. Los escándalos se suceden uno a otro: videos, grabaciones de voz y filtraciones de todo tipo de documentos, relativos a funcionarias y funcionarios en todo el territorio nacional, en los que se hace evidente lo que todas y todos sabemos: los moches, las mordidas, y en general el desvío de recursos para todos los fines y propósitos, siguen siendo la realidad cotidiana en todo el país.

En el análisis de este tema, casi siempre se pone el énfasis en las pérdidas económicas que la corrupción provoca al erario; sin embargo, debemos ser capaces de señalar y comprender que el Estado mexicano estará imposibilitado para dar pleno cumplimiento al mandato constitucional y de sus leyes, de continuar campeando la cultura de la “transa” que hoy predomina como “cultura política”. Debemos recuperar, con urgencia, el ejercicio profesional de la política, entendido como un espacio de pedagogía cívica.

La cuestión es simple: un Estado de bienestar y para la equidad no puede germinar en un país en el que las instituciones públicas están secuestradas por grupos de interés que las manipulan y utilizan para beneficiar a unos cuantos, en detrimento de la mayoría. Es evidente que cada vez es más apremiante concretar la reforma en materia de combate a la corrupción.

Luego de las reformas que se han aprobado es crucial para el gobierno federal garantizar toda la transparencia posible y evitar que las reformas, cuestionadas por amplios sectores, se vean mermadas en su legitimidad, sobre todo ante un escenario de las nuevas y “apetitosas” licitaciones que vendrán, como han sido ya calificadas por algunos funcionarios.

Erradicar la corrupción podría, según algunos expertos, permitirnos crecer adicionalmente un punto porcentual del PIB cada año. Eso sin duda es importante, pero, sobre todo, avanzar en ese sentido nos permitiría recobrar la confianza en las instituciones; abriría nuevas rutas para el entendimiento y la reconciliación en muchos espacios, y más aún, nos situaría como un país en el que la honestidad es asumida como un valor culturalmente extendido, y en el que el repudio social a la corrupción la convierta en una práctica rechazada y condenada severamente por la mayoría.

*Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @ML_fuentes

lunes, 11 de agosto de 2014

Fortalecer la prevención

Excélsior, 11/08/2014

Entre los años 2003 y 2012 han fallecido, de acuerdo con las estadísticas de mortalidad general del INEGI, un total de 37 mil 524 personas por enfermedades infecciosas intestinales.

El verano es la época del año en que se presenta el mayor número de casos de enfermedades infecciosas intestinales. En efecto, de acuerdo con los Anuarios de Morbilidad y el Boletín Epidemiológico de la Secretaría de Salud, cada año enferman más de cinco millones de personas por la causa señalada.

A esas cifras deben sumarse los más de 1.5 millones de casos de úlceras y gastritis que se presentan también anualmente; los más de 350 mil casos que año tras año se registran por amebiasis intestinal; así como los 130 mil casos anuales que se reportan por paratifoideas y otras salmonelosis.

Las cifras son gigantescas: se trata de prácticamente 7% de la población que todos los años adquiere infecciones que son altamente prevenibles. Se trata de casi 17 mil 500 casos al día, o bien, 729 casos por hora en todo el territorio nacional.

Las consecuencias que estos datos tienen en términos de mortalidad son de una magnitud alarmante: entre los años 2003 y 2012 han fallecido, de acuerdo con las estadísticas de mortalidad general del INEGI, un total de 37 mil 524 personas por enfermedades infecciosas intestinales; un promedio de tres mil 742 casos anuales o bien, casi diez casos cada día.

En el mismo periodo han acaecido 41 mil 408 defunciones por infecciones bacterianas, es decir, 12 casos al día, así como mil 244 casos anuales de hepatitis viral, o bien, tres defunciones diarias por esa causa.

En el agregado se trata de prácticamente diez mil decesos anuales, porque la gente no se lava las manos con agua y jabón; porque los alimentos que ingirieron no estaban apropiadamente desinfectados; o porque al haber adquirido la infección, sobre todo cuando se trata de las niñas y niños más pequeños, no se tuvo acceso a un médico, a un centro de salud apropiado o, en los casos más extremos, porque no se tuvo acceso a una hidratación apropiada.

Es cierto que hace falta mejorar la infraestructura de servicios públicos para evitar estas infecciones: acceso universal al agua potable en todos los espacios públicos y privados; servicios de drenaje y saneamiento adecuados; recolección y disposición final de basura y desechos sólidos y orgánicos, etcétera.

Sin embargo, estos padecimientos también podrían evitarse en un alto porcentaje mediante la generación de hábitos saludables: no escupir en la calle o en espacios públicos; depositar la basura en lugares adecuados, etcétera. Estas son acciones que se basan en la promoción de una cultura para la higiene y el cuidado, así como para una mayor conciencia ecológica entre la población.

Ya tuvimos una experiencia positiva cuando apareció el virus de la influenza A H1N1, ante la cual se logró una intensa participación y responsabilidad de la población; esa experiencia debe recuperarse por parte de la Secretaría de Salud y de sus contrapartes en las entidades de la República, a fin de impulsar una profunda conciencia social y así evitar la innecesaria mortandad de la que estamos siendo testigos.

Debemos parar las miles de muertes que están ocurriendo y que no debieron ser; se trata de un mandato ético que no requiere de más recursos de los que ya disponemos; es una cuestión de imaginación, pero sobre todo, de voluntad para hacer lo necesario con el fin de evitar que la enfermedad y muertes evitables sigan quitándonos lo más preciado que tenemos.

*Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @ML_Fuentes

lunes, 4 de agosto de 2014

Los rostros del dolor

Excélsior, 04/08/2014

Las imágenes cotidianas de los medios de comunicación están llenas de violencia. No es que los medios las generen; por el contrario, dan cuenta del horror que nos rodea y son, en muchos casos, la única alternativa de denuncia ante el autoritarismo y el abuso de poder.

Es desolador observar los rostros descompuestos ante la muerte de niñas y niños en la Franja de Gaza; ante la enfermedad y la incertidumbre que está generando la crisis del ébola en África; y en nuestro propio entorno, los rostros de los familiares de las miles de víctimas que todos los días son vulneradas por la delincuencia en todas sus formas y niveles.

Frente a una realidad dura y hostil para la mayoría, el papel de los medios de comunicación es fundamental. De ahí que no debe pasarse por alto el tratamiento y la propia estructura de los noticiarios, pues en muchos casos no sólo no se está dando cuenta de manera apropiada de la complejidad, sino que, aun de manera involuntaria, se contribuye a trivializar o a normalizar la violencia.

Algo anda mal cuando en los noticiarios se puede pasar de las imágenes de masacres, asesinatos u otros crímenes, a la sección de deportes, a la sátira política o incluso a la frivolidad de los espectáculos. Frente a esta consideración, es válido hacer un llamado a ser cuidadosos con lo que proyectamos a la población, más aun en un país en el que todavía la mayoría utiliza la televisión como el principal medio de comunicación para acceder a información y entretenimiento.

Lo anterior tiene sentido, sobre todo si se considera que exorcizar la violencia y construir una cultura para la paz requiere sin duda alguna de medios de comunicación que cumplan a cabalidad con el mandato legal de ser medios de interés público; es decir, espacios que tienen la capacidad de diseñar y proyectar productos de calidad, desde los productos noticiosos hasta los dirigidos al entretenimiento.

La sorpresa generada en la década de los 90 en el siglo pasado, relativa a la capacidad de ver “en tiempo real” los bombardeos en la primera invasión estadunidense a Irak, se ha convertido en uso y costumbre en nuestros días, en los que la instantaneidad de internet permite ver todo tipo de sucesos en el mismo momento en que ocurren incluso sin la mediación de las “empresas tradicionales” de comunicación.

Esta capacidad tecnológica no ha ido acompañada, sin embargo, de una renovación cultural; sí tenemos acceso a mayor cantidad de datos e información, pero no somos definitivamente más sabios, ni gracias a tal acceso ni mucho menos en la interpretación y comprensión de lo que estamos observando todos los días en las pantallas tanto de las televisiones como de las computadoras.

No debemos perder la capacidad, no de sorpresa, como se dice regularmente, sino de conmovernos, de cimbrarnos ante el dolor ajeno; y como consecuencia de lo anterior, de no permanecer inmóviles o en el pasmo ante la barbarie y la violencia.

Comprender el grotesco espectáculo que estamos presenciando exige vislumbrar, como lo expresaba Octavio Paz, que lo propio del ojo no es precisamente ver, sino llorar; porque al entender esto, tenemos la posibilidad de estar abiertos a la solidaridad y sin ambages, al ejercicio de una ética de infinita responsabilidad con nuestros semejantes.

*Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @ML_Fuentes