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lunes, 26 de mayo de 2014

Los maestros de México

Excélsior, 26/05/2014

Los maestros de México Cuando un país se encuentra en crisis, es preciso fortalecer las identidades que permiten mantener grados mínimos de cohesión social y que, de hecho, constituyen los anclajes sobre los cuales es posible reconstruir procesos y relaciones sociales para revertir el malestar social.

Teniendo como referencia esta consideración, es necesario advertir que ante los excesos e inmensos rezagos revelados por el Censo Nacional de Escuelas, Maestros y Alumnos de Educación Básica (INEGI-SEP), se ha generado un proceso de linchamiento público en torno no sólo a quienes desde las asociaciones gremiales y del propio Estado mexicano prohijaron la corrupción, sino sobre todo y peligrosamente en torno al magisterio nacional.

Es evidente que nadie puede estar a favor del amiguismo en la asignación de plazas laborales; mucho menos del abuso que significaba el venderlas, traspasarlas o rentarlas. Empero, ello no justifica que a las y los profesores de todo el país se les estigmatice de manera generalizada como cuasidelincuentes, cuando entre ellas y ellos hay miles de ejemplos de profesionalismo y dedicación. Nadie en su sano juicio podría sostener que la base magisterial es la que provocó los inaceptables vicios y prácticas corruptas que han sido documentadas.

Todo lo contrario, la evidencia muestra que son las y los profesores con menos apoyos, los que menos ganan y quienes tienen menos recursos para trabajar, quienes más abusos y exclusión padecen. Por ello, ante la intensa campaña de desprestigio a la que ha sido sometido en conjunto el magisterio nacional, valdría la pena asumir la sospecha en torno a si detrás del linchamiento no hay visiones interesadas en desprestigiar y desacreditar a la educación pública.

Ante este panorama, lo que debe comprenderse es que hoy no existe ningún Estado con altos niveles de bienestar y equidad que no tenga como uno de sus principales pilares un sistema de educación pública robusto y con la capacidad de garantizar el acceso a una educación de calidad, desde los niveles básicos hasta la educación superior, para toda su población. En efecto, si se piensa en el ejemplo de los países nórdicos, lo que se encuentra es que la cohesión social y, en general, una cultura democrática basada en el rechazo a la discriminación, la violencia y la desigualdad ha sido posible gracias a una base educativa sólida, que no fue construida sino por sus plantas de profesoras y profesores.

Si algo es urgente, a contracorriente de lo que parece estar ocurriendo, es fortalecer al magisterio, dotarlos de nuevas capacidades para hacer frente a los ingentes retos que tenemos enfrente: pobreza, desigualdad, violencia, desempleo y discriminación, por citar sólo algunos de los más urgentes. No estará nunca de más insistir en la permanente necesidad de contar con un sistema de educación pública desde el cual se promueva la inclusión social, desde el que pueda construirse civilidad y conciencia democrática, y desde el que los mejores valores y tradiciones con que contamos puedan ser enseñados y transmitidos como el mejor legado que podemos dejarle a las generaciones en formación.

Hay cientos de miles de maestras y maestros que todos los días dejan lo mejor de sí en las aulas; y es a ellos a quienes debemos proteger y apoyar, porque de su bienestar depende la calidad y la oportunidad de la enseñanza que reciben nuestras hijas e hijos.

*Investigador del PUED-UNAM

lunes, 19 de mayo de 2014

Mejor política para la democracia

Excélsior, 22/05/2014 

El ejercicio de la política no siempre tiene un perfil democrático; en América Latina lo sabemos. De hecho, podría afirmarse que la calidad de la democracia depende siempre de la calidad del ejercicio de la política. Si ésta se ejerce para el mantenimiento de privilegios para unos cuantos, ocurrirá que aún en regímenes con procesos electorales competitivos, la democracia tendrá lo que puede calificarse como una “baja calidad”.

El Informe Latinobarómetro ofrece información que ilustra lo anterior: México es el segundo país de la región en donde la democracia ha perdido en mayor grado el respaldo ciudadano; y por paradójico que parezca, el sistema electoral mexicano es visto todavía como un referente internacional de institucionalización en la organización de los procesos electorales.

De acuerdo con el Latinobarómetro, en 2013, sólo 37% de la ciudadanía en México considera que la democracia es la mejor forma de gobierno; éste es el índice más bajo en los últimos 25 años. Dato que debería preocuparnos pues los factores que mayormente han erosionado la confianza ciudadana en la democracia y sus instituciones son: a) la corrupción; b) la violencia y sobre todo; c) la pobreza y la desigualdad.

Se ha dicho en distintos espacios que tenemos un déficit de ciudadanía; otros expertos han hablado de una “ciudadanía blanda” es decir, mayorías que no cuentan con las capacidades de ejercer y exigir el cumplimiento de sus derechos.

Pese a que lo anterior es relativamente cierto, no lo es menos el hecho de que también hay un correlato de una “política profesional blanda”; es decir, de una práctica política que no asume como responsabilidad ética construir un marco jurídico y un entramado institucional para dar cumplimiento al mandato constitucional y sus leyes.

La política como diálogo fecundo no ha prosperado en México en los últimos 30 años; antes bien, la violencia política ha forzado por momentos de nuestra historia reciente, a determinaciones literalmente basadas en la “razón de Estado”; y en otras, a desbordar el marco institucional ante la violencia prevaleciente en amplias regiones del país.

En este escenario, si algo es evidente es la urgencia de una nueva política; es decir, no se trataría sólo de una renovación, sino de una refundación de una ética pública orientada a la construcción de una sociedad de bienestar, cimentada en el más amplio espectro de cumplimiento y garantía de los derechos fundamentales.

Comprender, como se ha exigido en múltiples foros, que la democracia no se agota en los procesos electorales, implica una nueva conciencia democrática al interior de las estructuras de los partidos políticos, de las instituciones de la República, y por supuesto, en la mentalidad de la mayoría de la población.

Pero todo ello exige de una nueva educación para la paz, para la convivencia respetuosa en la diversidad y la multiculturalidad; necesita de una clase política que tenga la audacia de asumir una profunda tarea pedagógica que predique con base en la rectitud de su actuar cotidiano y en una ética pública orientada desde una vocación de servicio patriótico a prueba de todo.

Para vivir en democracia, lo que hoy nos hace falta es aprender a construir la democracia; ello exige de más y más política y diálogo de calidad; y eso, es lo que sigue pendiente de convertirse en práctica y celebración cotidiana.

*Director del CEIDAS, A.C
Twitter: @ML_fuentes

lunes, 12 de mayo de 2014

La otra violencia

Excélsior, 12/05/2014
 
Un niño de 16 años le pide a su madre que le ayude para comprar en su cumpleaños un nuevo teléfono celular y unos tenis; la mamá le presta el dinero y, para pagarlo, el joven consigue un empleo de fin de semana. En una parada de autobús, el joven es asaltado, intenta resistirse y el criminal le da dos puñaladas en el pecho; ya en el piso, agonizante, es despojado de su celular y de sus tenis.

Una niña de 16 años compra un nuevo teléfono celular con los ahorros que logró acumular durante un año, es asaltada en una parada de autobús; intenta resistirse y el criminal le da dos disparos, una vez más, mientras agoniza, es despojada de sus pertenencias.

Un hombre camina por un puente peatonal en Iztapalapa, un delincuente lo intercepta, forcejean y el criminal le da un disparo en la frente, huye y, evidentemente, la persona agredida pierde la vida.

Dos profesores contratan a varias personas para que lleven a cabo diversas tareas en su casa, un día salen y, al regresar, escondidos en el interior de su vivienda, quienes eran sus empleados los agreden, los asesinan; sorprende que al profesor le haya sido arrojada una piedra a la cabeza, lo cual le quitó de inmediato la vida.

Estas son noticias de la vida cotidiana en la Ciudad de México y sus alrededores, pero que seguramente se reproducen en todo momento y en todos los espacios. Son noticias que además de sorprendernos, duelen, porque hay un exceso de maldad en la forma en cómo cientos de crímenes se están cometiendo.

¿Qué es lo que nos pasó? ¿En qué momento el sadismo y la indolencia se convirtieron en el rasero de la vida cotidiana? ¿En qué momento dejamos de conmovernos, de indignarnos de tal manera, que la sanción a quien delinque de esta forma sea no sólo judicial, sino social? Es decir, ¿cómo y cuándo pasó que dejamos de ser una sociedad pacífica que rechaza culturalmente la violencia?

En este contexto, si algo debemos ser capaces de reconocer es que a la par de la vorágine de homicidios perpetrados por las bandas criminales, ha ido creciendo aceleradamente la violencia en prácticamente todas las esferas de la vida social y, frente a esta realidad, lo que urge es revisar todas las políticas de prevención, no sólo del crimen, sino de la violencia, y sobre todo, de aquella que se perpetra en contra de quienes son más vulnerables.

Vivimos en un país en el que pareciera que nos enfrentamos, parafraseando al filósofo Bataille, a la más profunda e incomprensible de nuestras partes malditas: la agresividad está en todas partes: en las calles, en el transporte público, en los parques; y frente a tanta desolación, sorprende aún más que las propuestas institucionales no pasen de ser miradas impávidas, de pronto hasta esquizofrénicas, están muy lejos de generar respuestas de la magnitud y alcance que hoy requerimos.

Enfrentamos un drama mayor que se sintetiza en la pregunta de Job: ¿por qué son los pérfidos quienes perviven? Y es en la respuesta a esta cuestión en la que nos jugamos casi todo; no vaya a ser, como diría el propio personaje bíblico, que nos impongamos como destino recorrer, y no sin disgusto, la ruta antigua de los hombres perversos.
  
*Director del CEIDAS, A.C.
Twitter: @ML_fuentes

lunes, 5 de mayo de 2014

Acoso

Excélsior, 05/05/2014

La violencia contra las mujeres se da en prácticamente todos los espacios de la vida cotidiana: en el hogar, en las calles, en el trabajo, en los espacios de convivencia pública, en los mercados, en los centros comerciales, en el transporte público y en prácticamente cualquier lugar en el que se dé la oportunidad de ejercer el poder o formas de control y discriminación, asociadas a las asignaciones sexo-genéricas que predominan en nuestras sociedades.

La semana pasada se hizo público que una mujer que labora en el equipo de futbol Guadalajara acusó al señor Ricardo Antonio La Volpe por un posible acto de acoso sexual. Más allá del resultado que tenga este hecho en los tribunales, la notoriedad del caso debería dar pie a una discusión seria sobre el acoso sexual en nuestro país. Las cifras disponibles fortalecen esta hipótesis, pues según las estadísticas judiciales en materia penal del INEGI, entre los años 2009 y 2012, se han procesado en el fuero común únicamente 237 casos por acoso sexual; es decir, un caso cada seis días registrado ante la justicia.

En un país en el que ocho de cada diez mujeres que trabajan lo hacen en condiciones de informalidad, en el que al menos seis de cada diez perciben dos salarios mínimos o menos, y en el que predomina un contexto de violencia, machismo y discriminación, es difícil creer que el dato registrado por el INEGI refleje la realidad imperante. De acuerdo con el propio INEGI, en México se denuncian únicamente 12 de cada 100 delitos; de éstos, únicamente en 60% se inicia una averiguación previa.

Desde esta perspectiva, sólo con base en la magnitud de la cifra negra podría asumirse un muy alto subregistro de casos de acoso sexual. Es evidente que en nuestro país la práctica del acoso sexual, principalmente en los ámbitos laborales, se ha convertido en una realidad inaceptablemente normalizada; es decir, se ha llegado al exceso que en ciertos espacios se asume como parte de las “facultades” de quienes detentan alguna posición de poder —tanto en el sector público como en el privado— solicitar favores de tipo sexual a sus empleadas o subordinadas; y debe decirse así, porque si algo es un hecho es que el acoso sexual se ejerce predominantemente en contra de las mujeres.

Uno de los elementos que en mayor medida preocupan es el hecho de que, de acuerdo con las y los expertos en derecho penal, acreditar el delito del acoso sexual es sumamente difícil, pues su ejercicio es, en muchas ocasiones —dicho de manera cuidadosa—, “sutil”, ya que de acuerdo con la intensidad que se lleve a cabo, el acoso puede ir desde los chistes, piropos, comentarios de tipo sexual, charlas de contenido sexual o insinuaciones, es decir, acciones que aisladas de su contexto, o aun explicadas en ciertas situaciones, pueden pasar por “hechos normales”

Es un hecho que esta práctica debe ser erradicada, pues constituye una de las peores formas de discriminación que persisten en nuestra cultura laboral; para ello, hace falta mucho más compromiso por parte de las y los empresarios, de los sindicatos, de las y los funcionarios del sector público y, en general, de todas las partes involucradas en el sector productivo, pues sin equidad entre hombres y mujeres, jamás podremos hablar de una sociedad encaminada al bienestar.

*Director del CEIDAS, A.C.
Twitter: @ML_fuentes