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martes, 31 de marzo de 2009

Cambio Climático


La UNAM por un México Social


Lunes 30 de marzo de 2009

Uno de los mayores errores que se han cometido en las últimas administraciones consiste en haber abandonado el proyecto nacional implícito en instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en las cuales se sintetiza una visión relativa a un país que tiene como objetivo mayor la inclusión social de toda su población.

La Universidad Nacional ha significado para México el espacio privilegiado de la reflexión, la crítica, la movilidad y la capilaridad social y, ¿por qué no decirlo también?, de la disidencia y el llamado a la protesta y la movilización ante la injusticia, el autoritarismo y los excesos del poder.

La UNAM ha sido también a lo largo del tiempo la casa por excelencia de la construcción de propuestas: en ella se han generado los principales avances científicos del país y ha sido la sede para la coexistencia y la convivencia de distintas formas de pensar y comprender al mundo, a la sociedad y a nuestro país.

La Universidad es una de esas instituciones de las que hablaba Gilberto Rincón Gallardo, en el sentido de que, a veces, a fuerza de verlas y de reconocer implícitamente su importancia, parecieran pasar desapercibidas, pero cuya sola reducción o incluso su desaparición, aun por un día, nos mostraría la inviabilidad social, política y cultural de toda la nación mexicana.

Por éstas y muchas otras razones, la voz de la Universidad Nacional debería ser escuchada y atendida cuando se emite a fin de convocar al país a una reflexión sobre los temas de mayor relevancia y trascendencia para construir visiones de largo plazo con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de las mayorías depauperadas.

En ese sentido, es importante destacar que, la semana pasada, la Universidad Nacional llevó a cabo el Seminario México Social, en el que expertos y académicos discutimos sobre las alternativas de nuestro país para salir de la crisis pero, sobre todo, construir las condiciones necesarias para que, en el momento en que se logre la reactivación, podamos detonar un nuevo modelo de desarrollo y crecimiento económico que garantice la equidad social.

Lo que quedó de manifiesto en este importante foro de nuestra Universidad Nacional es que la principal agenda de este siglo es precisamente la de lo social. Que no hay nada más importante, como principal objetivo del Estado, que conseguir el pleno cumplimiento de los derechos sociales de la población, y no habrá manera de lograr un crecimiento sostenido y respetuoso del medio ambiente si no transitamos hacia un modelo distinto de generación de riqueza, a través de inteligencia agregada, innovación científica y desarrollo tecnológico.

La fractura de un modelo global sustentado en un sistema económico capitalista tendiente a la atrocidad, obliga a repensar, no sólo qué estructuras económicas debemos generar para evitar y revertir la desigualdad y la pobreza que hoy nos aquejan, sino también a replantear el modelo civilizatorio que ha puesto al borde del colapso a la naturaleza y a la viabilidad social del mundo.

Las coordenadas para la inserción de México en un nuevo orden global que habrá de construirse a partir de los siguientes meses, están determinadas por sus capacidades de moverse hacia una estrategia que apueste por recimentar la cohesión social con base en instituciones que, deliberadamente, desde el Estado, privilegien acciones para la cooperación, la solidaridad y la búsqueda de una prosperidad al alcance de todos.

El título del Seminario realizado por la UNAM, México Social, es indicativo de hacia dónde hay que movernos. El proyecto nacional expresado en la parte dogmática de nuestra Constitución puede y debe fortalecerse, y eso sólo se logrará en la medida en que el adjetivo de lo “social” logre dimensionarse y permear en todas las estructuras y decisiones del Estado.

La Universidad Nacional nos ha hecho un llamado a todos a suscribir un Manifiesto por un México Social, un documento que, desde una perspectiva ética, plantea renovar lo que significa nuestra nación y que, sin ambages, pone el énfasis en la urgencia de construir un Estado con la capacidad de generar justicia y dignidad para todos porque, a la luz de los datos de los que disponemos, el que ahora tenemos no lo ha conseguido.

martes, 24 de marzo de 2009


El vaciamiento de la política

El vaciamiento de la política
Lunes 23 de marzo de 2009

La política puede ser comprendida al menos de dos maneras: la primera, como una actividad utilitaria desde la cual se persigue el poder y su conservación. Desde esta perspectiva, la política es vista como un medio; es decir, un conjunto de procedimientos en los que el criterio de la eficacia puede anteponerse a otras dimensiones, como la ética.

La segunda forma de comprender la política apela, por el contrario, al perfeccionamiento de la vida pública. Desde una posición aristotélica, por ejemplo, la política es concebida como la virtud perfecta; esto es, un fin en sí mismo que convierte a los hombres en el mejor tipo de persona que pueden llegar a ser. Desde una posición así, la práctica política exige anteponer a la ética y la rectitud moral como los criterios predominantes de la acción humana.

Sin duda, siempre será preferible contar con una clase política que conciba a sus actividades desde el punto de vista de la segunda perspectiva. Hacerlo así implica que la política se convierte siempre en una actividad que apela a la inteligencia, entendida como un diálogo constructivo para encontrar las mejores soluciones a los problemas de la comunidad.

No es casualidad que tanto en Esparta como en la Atenas del siglo V a.C., la política haya sido concebida básicamente como una actividad deliberativa; una actividad de hombres virtuosos cuya función principal era actuar con base en la razón dialogante y el establecimiento de mecanismos de discusión y toma de decisiones colectivas.

De ahí que el ágora, el lugar por excelencia de discusión de las cuestiones públicas, fuese tomado prácticamente como un lugar cuasi sagrado. Por ello, ahí eran invitados los miembros de la aristocracia, entendida como el grupo de los mejores. Debido a ello, en el ágora había reglas para la emisión de discursos y por eso quienes en ella participaban eran sumamente cuidadosos de sus palabras, porque ahí el rango y la condición económica estaban supeditados a la responsabilidad de lo que se decía. Puesto en términos llanos, cada quien, y nadie más, era el responsable de sus opiniones y de las consecuencias de éstas.

El asunto, por los testimonios de la época, era tan grave, que en ello los ciudadanos espartanos y los atenienses se jugaban el prestigio público de toda una existencia, la libertad, el destierro e incluso la vida. No es menor que a Sócrates le haya costado la vida esa acusación de ser un “corruptor de la juventud e impiedad” y, a Aristóteles, el destierro. Hay además innumerables casos de sentencias al “ostracismo”, que era considerado una de las penas mayores para cualquier griego libre.

Pensar en todo lo anterior tiene relevancia porque lo que hoy vivimos en el escenario político mexicano es nada menos que lo opuesto al ideal político de una sociedad dialogante y constructiva. A la mesura y la prudencia exigibles a los políticos, se les antepone la frivolidad y la vacuidad de los argumentos. Repartir culpas a un gobierno anterior, por ejemplo, hubiese sido indigno de cualquier ateniense sabio, porque la magnanimidad del poderoso y de quien detentaba cargos públicos era también una virtud altamente valorada.

Nuestra política ha devenido en un espacio sin precedentes de renuncia al diálogo y la inteligencia. Los contenidos declarativos de la inmensa mayoría de los políticos mexicanos apuntan a la descalificación de los adversarios, al señalamiento de defectos personales y poco, muy poco, a la construcción de un diálogo edificante. Se renunció simplemente a asumir que la política se corresponde con la actividad arquitectónica en cuanto a la construcción de lo cívico se refiere. Es decir, de los mejores y más profundos valores ciudadanos que pueden darle sustento y perdurabilidad a una democracia.

El vaciamiento de la política comienza con el vaciamiento del lenguaje, nos advirtió con claridad sorprendente Octavio Paz hace ya más de tres décadas. Y pocos prestaron atención a este señalamiento, porque pocos concibieron a la política en un sentido dialogante como el que describo.

Lo peor de todo es que la mayoría de los medios de comunicación, como parte activa de la acción pública y política, han hecho eco del sinsentido del lenguaje en que hoy estamos atrapados.

Reconstruir la política exige reconstruir las capacidades del lenguaje, para significar una vez más cuestiones de mayor calado, dotar de nuevos significados a palabras que hoy suenan viejas y desgastadas y, sobre todo, reconstruir la capacidad dialogante de la política con el fin de que se convierta en un espacio de deliberación de proyectos y no de una cínica disputa por intereses de unos cuantos grupos que han, lamentablemente, usurpado a las instituciones del Estado.



Agua: la crisis se agudiza


Débil control del gobierno

Un débil control del gobierno
Lunes 16 de marzo de 2009

La Auditoría Superior de la Federación entregó esta semana el Informe Final respecto de la Cuenta Pública del Ejercicio Fiscal 2007. En el informe se encuentran desde cuestiones que señalan los resultados “sin observaciones” de la auditoría realizada a diversos programas, hasta solicitudes de fincamiento de responsabilidades administrativas en contra de dependencias o funcionarios que, de acuerdo con el Informe, incumplieron con las responsabilidades que la ley les asigna.

Como cada año, el debate se centra en torno a las escandalosas cifras que en diversas áreas se presentan en materia de subejercicios o desvío de recursos; sin embargo, esta discusión ha dejado pendiente durante muchos años la cuestión relativa a un asunto fundamental para el Estado: el del control del gobierno.

Sin duda alguna, uno de los mecanismos de control del gobierno más eficaces que se han diseñado en las “democracias avanzadas” se centra particularmente en el control del Presupuesto, ámbito de relevancia para el Estado no sólo porque se trata de los recursos de todos los ciudadanos, sino porque se considera que es el principal instrumento de la política económica para generar equidad y redistribuir el ingreso.

Debe reconocerse que las facultades con las que hoy cuenta la Auditoría Superior de la Federación constituyen un importante avance en materia de rendición de cuentas y control gubernamental pero, al mismo tiempo, debe destacarse que muchas de sus recomendaciones no son vinculantes; que no cuenta con facultades para revisar todo el sistema de políticas públicas; que sus observaciones se emiten después de un año de haberse concluido el ejercicio fiscal en turno de análisis, y que no cuenta con los instrumentos para reorientar el gasto público cuando detecta desviaciones, ineficacia o irracionalidad en el diseño del presupuesto.

Esta semana, Carlos Rojas presentó en la Cámara de Diputados una iniciativa de ley para regular y garantizar que los recursos públicos de la Federación sean ejercidos en tiempo y forma durante este 2009. Esta iniciativa revela la insuficiencia de los instrumentos con que contamos para garantizar la adecuada aplicación de los recursos gubernamentales pero, sobre todo, la debilidad estructural de las instituciones para que, sin afectar la capacidad operativa de las dependencias públicas, se pueda tener una adecuada supervisión y control del Presupuesto.

Otro punto en el que la citada iniciativa del diputado Carlos Rojas hace énfasis es en lo que muchos hemos insistido, desde hace más de cinco años: las Reglas de Operación de los Programas Públicos se han convertido en verdaderos galimatías que para ser interpretadas requieren “expertos”, lo que en lugar de hacerlas instrumentos que faciliten el acceso de la población a los programas a los que por ley tiene derecho, las ha convertido en poderosos instrumentos de control y en no pocos casos hasta de coyotaje para quienes las diseñan y operan.

A México le urge diseñar nuevos instrumentos para el control del gobierno, vía la transparencia, eficacia y racionalidad en el diseño y ejecución del Presupuesto. Sin duda alguna, este control pasa por el fortalecimiento del Congreso, no para que asuma las funciones de responsabilidad del gobierno y la administración pública que la Constitución claramente le asigna al Ejecutivo federal, sino para contar con los mecanismos de equilibrio y de vigilancia de que los recursos de todos se aplicarán efectivamente en beneficio de todos.

Un Congreso dentro de una democracia consolidada debe avanzar hacia su transformación responsable, y hacia la generación de capacidades para cumplir no sólo con lo que la Constitución le manda expresamente, sino para responder igualmente al espíritu del texto Constitucional, en el sentido de dotar al Legislativo de capacidades para el fortalecimiento, la garantía y el perfeccionamiento de las instituciones del Estado.

Controlar al gobierno por la vía de la fiscalización y la supervisión del Presupuesto es un asunto vital para nuestra democracia; nos ayudaría a redefinir el sentido de las políticas públicas, a incluir criterios transversales como la equidad de género o la protección de los derechos de los niños, entre muchos otros asuntos. Es de esperarse que esta sea una de las agendas prioritarias de los partidos políticos y que en la próxima Legislatura podamos construir, con base en un consenso, un sistema de vigilancia y control democrático del Presupuesto.

martes, 10 de marzo de 2009

Tabaquismo: cuando la vida se esfuma


Radiografía del desempleo (CEIDAS-Excélsior)


La economía, el salario y la desigualdad

Lunes 9 de marzo de 2009

La economía mexicana se encuentra en un callejón sin salida desde la década de los 80. Si se revisan a detalle los datos disponibles, en México se apostó por un modelo económico pensando que, en la medida en que se conectara a México con la globalidad, se generaría el desarrollo.

Tanto desde el punto de vista de la economía clásica como de las nuevas versiones del liberalismo, la clave de todo el engranaje económico se encuentra en la capacidad de consumo. La idea es tremendamente simple: a mayor número de consumidores, mayor impulso a la planta productiva; con ello, mayor inversión y, como resultado, una expansión constante de la economía. Si ocurre lo contrario, los efectos se darán simplemente a la inversa.

Hay tres trampas en esta forma de pensamiento. La primera, quizá la más profunda de todas, consiste en asumir que “el ciclo económico” es un organismo vivo al que hay que mantener por sí mismo; es decir, como si el funcionamiento de la economía fuese el último fin al que los seres humanos debemos servir inexorablemente, e inmolarnos si fuese necesario.

Por el contrario, lo que me parece urgente es recobrar la noción clásica que tuvieron de esta actividad humana los griegos antiguos: la buena administración de la casa. Si se percibe así, la economía no es un fin, sino un medio para racionar y administrar de manera inteligente los recursos disponibles. La afirmación anterior lleva a desvelar la segunda trampa del pensamiento económico imperante: “el mercado es capaz de autorregularse, crea su propia demanda y autocontrola sus procesos de producción y consumo.

La crisis económica global muestra que esa tesis es a todas luces errónea. Ni el mercado se autorregula ni como consecuencia genera “lógicas de equilibrio distributivo”. El mercado, como fue diseñado y operado en los últimos 30 años, es excluyente: genera desigualdad y propicia concentración de los ingresos. Ergo, habría que cambiar el modelo de organización de los mercados globales y de los nacionales.

La tercera trampa del pensamiento neoliberal consiste en considerar a los salarios solamente como factores de producción y no un elemento fundamental en la posibilidad de realización de proyectos de vida de los trabajadores.

Lo anterior se refleja en el hecho de que, de acuerdo con el más reciente Informe Global sobre los Salarios, de la OIT, entre 1995 y 2007 han crecido mucho menos que el PIB per cápita registrado como promedio en todo el mundo; y la desigualdad entre los salarios más altos y los más bajos se incrementó en más de dos tercios de los países, de los que se dispone de datos, en ese mismo periodo.

Esto significa simple y llanamente que en todo el mundo hay una tendencia a la super-acumulación para unos cuantos y una intensificación de la explotación laboral, lo que concentra aún más la riqueza en bloques y regiones, así como en el interior de los países.

¿Cómo escapar a esas trampas del pensamiento económico? Lo primero es no pensar según se ha concebido a la economía en los últimos 30 años y regresar a la “multidisciplina” en el estudio de lo social. Entonces, regresar al pensamiento complejo es el reto que tenemos en el siglo XXI.

Desde una mirada así, la categoría que estaría al centro de la discusión mundial sería la del salario, anclada en una profunda posición de defensa al trabajo digno; es decir, un trabajo que dé acceso a prestaciones sociales que, sin duda, pueden tener efectos redistributivos mucho más importantes que los que hemos logrado hasta ahora.

Recobrar en México el espíritu de la Constitución en materia de salarios mínimos permitiría transitar a un modelo de desarrollo económico y social, articulado, sí, a través del consumo, pero alentado desde una recuperación constante del salario de los trabajadores, así como desde el acceso a estructuras institucionales que garanticen mínimos de bienestar para todos.

En México, el salario real no ha crecido desde 1993; tampoco lo ha hecho eficientemente el mercado formal. Al respecto, no habría mucho que argumentar, pero sí mucho que hacer para regresar, ya, a una nueva idea de una economía que nos permita crecer, pero con el fin de garantizar equidad. Y la clave, desde mi punto de vista, se encuentra en mejores salarios y en el trabajo digno.

Derechos de la mujer: avances limitados


Es la hora del Estado

Lunes 2 de marzo de 2009

La crisis económica mundial sigue su curso en medio de otras crisis paralelas: la ecológica, la política y hasta la de un modelo de civilización que, en su conjunto, ha extraviado justamente la ruta de “un hacia dónde” compartido por todos.

El ideal moderno de construir una sociedad universal para la libertad, la igualdad y la fraternidad está hecho añicos por una realidad que nos muestra un empobrecimiento masivo a escala planetaria: injusticias cotidianas contra los más desvalidos, devastación de culturas y lenguas autóctonas y un largo etcétera.

La primacía que se le dio al mercado como el principal regulador de la sociedad fue un equívoco, un profundo malentendido que llevó a la usurpación de los principales espacios de decisión del Estado por los dueños del dinero, que renunciaron y dieron la espalda al principio democrático de construir un gobierno en el que la participación de la mayoría velara por los intereses de todos.

Hoy nos debatimos en un profundo dilema sobre cómo restituir capacidades a los Estados, a fin de que no se vuelva a repetir una crisis como la que estamos encarando. Así, de que el fortalecimiento del Estado es urgente no hay ninguna duda, y hasta los más férreos liberales han reconocido que se equivocaron al considerar que el mercado tiene la capacidad de autorregularse y de generar equilibrios distributivos.

Aun cundo la nuestra es una de las 20 economías más grandes del planeta seguimos teniendo una posición periférica que nos sitúa en un dilema todavía mayor: seguir asumiendo modelos impuestos o sugeridos desde las esferas globales de toma de decisiones o, por el contrario, construir desde nuestro país una sólida propuesta de integración mundial, con base en principios definidos desde las necesidades y urgencias de nuestra población.

El conocimiento científico siempre ha sido capaz de explicarnos mucho de nuestros entornos, empero, por sí mismo, no da claridad moral ni tampoco puede ofrecernos solidez ética para tomar decisiones. Y eso es lo que hemos dejado de lado en las últimas décadas: asumimos un “sistema racional de decisiones económicas” y nos olvidamos de la primacía que debe dársele a los juicios éticos sobre qué tipo de sociedad queremos construir.

En ese sentido cobra una relevancia mayor la decisión que el Estado habrá de tomar en el caso de Banamex. Es así no sólo por la magnitud del capital involucrado en el caso, sino porque lo que se haga marcará la ruta que seguiremos en materia de capacidades estatales.

Si el Estado mexicano decide modificar la ley para permitir que Banamex siga formando parte de Citigroup, el mensaje que enviará la clase política será el de que al menos en México vamos a seguir legislando y, con ello, gobernando a favor del interés privado antes que del interés general de la sociedad. Y aquí no cabe presentar la perogrullada de que proteger a los bancos es proteger a la sociedad; voltear hacia Estados Unidos podría ayudar a clarificar un poco las ideas de quienes piensan así.

Esta es la hora del Estado y nuestras instituciones están a prueba. Modificar las leyes para beneficiar a unos resulta contrario al espíritu de nuestra Constitución: las leyes son generales y buscan establecer normas de actuación que rijan a todos, por lo que legislar para proteger intereses específicos, aun bajo el argumento de la “emergencia”, resulta a todas luces contrario al principio republicano de “una sola ley para toda la comunidad política”.

El asunto no es menor porque en próximas fechas, después de la decisión del gobierno estadunidense de tomar acciones de Citigroup, es probable que otros Estados, tanto en Europa como en Asia, asuman medidas similares y con ello afecten la situación jurídica de bancos que operan en nuestro territorio como filiales de las mayores compañías financieras globales.

México no puede asumir una vez más actuar sólo para salvar la coyuntura, por lo que es preciso entrar con arrojo y audacia —sobre todo, con inteligencia y con argumentos éticos de peso— en una profunda reforma que nos lleve, no sólo en el ámbito de la economía sino en todas las esferas de la vida pública, a restituir el afán constitucional de contar con un Estado social que a su vez pueda dar sustento a un país incluyente y generoso con todos, que ponga al centro de sus decisiones el objetivo de crecer permanentemente con equidad.

Pobreza Urbana: el problema se agudiza


Organización o revuelta

Martes 23 de febrero de 2009

El ferrocarril que pasa por el centro del país fue saqueado hace unas semanas, no por grupos de delincuentes en búsqueda de mercancías de lujo; no por “cuatreros” en pos de ganado de la mejor calidad, sino por gente “de a pie” que se llevó unos cuantos costales de maíz, frijol y trigo.

El escenario del hambre es y ha sido siempre aterrador. No tener nada para llevarse a la boca ha sido siempre el mayor catalizador para la revuelta social o con miras a detonar el inicio de revoluciones.

El saqueo al tren en la ciudad de Celaya debiera constituir un mensaje mayor para el gobierno; lo deben ser también las marchas de “los tapados”, integradas por gente que, ante la pobreza, es perfectamente manipulable a cambio de los 200 pesos que, se dice, les pagaron miembros del crimen organizado.

Estas manifestaciones se están dando, sin duda, porque el Estado no cuenta con los mecanismos de interlocución legítima con la población para atender y conocer sus demandas y, es ante la falta de estas mediaciones, que la capacidad organizativa puede desplazarse, ya sea a favor de los delincuentes o bien hacia el caos y la revuelta, como en Francia y Grecia.

Éstos y otros son poderosos signos de descomposición social que, en el contexto de crisis en la que estamos, pueden agravarse a pasos acelerados. En efecto, las condiciones económicas globales parecen ser peores de lo que los más pesimistas auguraban: el mercado global no responde a los estímulos de los gobiernos; la información en todas partes es caótica; el desempleo crece masivamente; cada vez más empresas se declaran en insolvencia y, por si fuera poco, las desigualdades entre quienes más tienen y los más pobres se acrecientan todos los días.

En ese sentido, destacar las cifras económicas dadas a conocer por el Inegi el pasado viernes debe llevarnos a reflexiones mayores, no sólo por la reducción en el resultado esperado del desempeño económico en 2008, sino porque esto se traduce en la pérdida del empleo y de las capacidades de ingreso de las personas.

Los datos aportados por el Inegi son más que graves: desde abril de 2008 la capacidad de ingresos de los mexicanos se encuentra en números rojos, pues a lo largo del año pasado, la pérdida real para el salario fue de un acumulado de -1.69 por ciento.

Frente a esto, no hay medidas ni capacidades para fortalecer la interlocución de las personas frente al gobierno y los poderes del Estado. El Congreso ha sido rebasado en su capacidad de representatividad y la justicia de la Unión es percibida en muchos sectores como una instancia que beneficia preferentemente a los más ricos.

No hay nada peor que, en un escenario de tal polarización, que la ciudadanía se encuentre desorganizada y desarticulada en sus capacidades para exigir el pleno cumplimiento de los derechos económicos, sociales, de ambiente y de cultura.

No hay nada más riesgoso, para una democracia frágil como la nuestra, a la que amenaza el crimen organizado y, además, los poderes fácticos del mundo económico y político, que una ciudadanía blanda, sin recursos y aparte desalentada desde el gobierno y sus instituciones.

Por esto es fundamental que la autoridad replantee su política de relación con las organizaciones sociales y de la sociedad civil y que, simultáneamente, construya una nueva política de fomento para permitir que, ante la crisis, haya más espacios destinados a la organización, la cooperación y la solidaridad social a fin de enfrentar con mayores posibilidades de éxito la crisis actual.

Por ello he insistido en que debe replantearse el modelo económico para poner al centro de las políticas públicas el objetivo de volver a crecer con el objetivo de garantizar la equidad entre los mexicanos.

De este modo, hay una disyuntiva paradójica para un régimen democrático, pues, ante el falso dilema de optar entre sólo contener o incluso reprimir posibles revueltas sociales o promover la organización social y la formación del capital social, hay un solo camino transitable: apostar por una ciudadanía fuerte, capaz de exigir y defender el régimen de libertades que, aun en la crisis que nos agobia, todavía nos ampara.