Lunes 23 de marzo de 2009
La política puede ser comprendida al menos de dos maneras: la primera, como una actividad utilitaria desde la cual se persigue el poder y su conservación. Desde esta perspectiva, la política es vista como un medio; es decir, un conjunto de procedimientos en los que el criterio de la eficacia puede anteponerse a otras dimensiones, como la ética.
La segunda forma de comprender la política apela, por el contrario, al perfeccionamiento de la vida pública. Desde una posición aristotélica, por ejemplo, la política es concebida como la virtud perfecta; esto es, un fin en sí mismo que convierte a los hombres en el mejor tipo de persona que pueden llegar a ser. Desde una posición así, la práctica política exige anteponer a la ética y la rectitud moral como los criterios predominantes de la acción humana.
Sin duda, siempre será preferible contar con una clase política que conciba a sus actividades desde el punto de vista de la segunda perspectiva. Hacerlo así implica que la política se convierte siempre en una actividad que apela a la inteligencia, entendida como un diálogo constructivo para encontrar las mejores soluciones a los problemas de la comunidad.
No es casualidad que tanto en Esparta como en la Atenas del siglo V a.C., la política haya sido concebida básicamente como una actividad deliberativa; una actividad de hombres virtuosos cuya función principal era actuar con base en la razón dialogante y el establecimiento de mecanismos de discusión y toma de decisiones colectivas.
De ahí que el ágora, el lugar por excelencia de discusión de las cuestiones públicas, fuese tomado prácticamente como un lugar cuasi sagrado. Por ello, ahí eran invitados los miembros de la aristocracia, entendida como el grupo de los mejores. Debido a ello, en el ágora había reglas para la emisión de discursos y por eso quienes en ella participaban eran sumamente cuidadosos de sus palabras, porque ahí el rango y la condición económica estaban supeditados a la responsabilidad de lo que se decía. Puesto en términos llanos, cada quien, y nadie más, era el responsable de sus opiniones y de las consecuencias de éstas.
El asunto, por los testimonios de la época, era tan grave, que en ello los ciudadanos espartanos y los atenienses se jugaban el prestigio público de toda una existencia, la libertad, el destierro e incluso la vida. No es menor que a Sócrates le haya costado la vida esa acusación de ser un “corruptor de la juventud e impiedad” y, a Aristóteles, el destierro. Hay además innumerables casos de sentencias al “ostracismo”, que era considerado una de las penas mayores para cualquier griego libre.
Pensar en todo lo anterior tiene relevancia porque lo que hoy vivimos en el escenario político mexicano es nada menos que lo opuesto al ideal político de una sociedad dialogante y constructiva. A la mesura y la prudencia exigibles a los políticos, se les antepone la frivolidad y la vacuidad de los argumentos. Repartir culpas a un gobierno anterior, por ejemplo, hubiese sido indigno de cualquier ateniense sabio, porque la magnanimidad del poderoso y de quien detentaba cargos públicos era también una virtud altamente valorada.
Nuestra política ha devenido en un espacio sin precedentes de renuncia al diálogo y la inteligencia. Los contenidos declarativos de la inmensa mayoría de los políticos mexicanos apuntan a la descalificación de los adversarios, al señalamiento de defectos personales y poco, muy poco, a la construcción de un diálogo edificante. Se renunció simplemente a asumir que la política se corresponde con la actividad arquitectónica en cuanto a la construcción de lo cívico se refiere. Es decir, de los mejores y más profundos valores ciudadanos que pueden darle sustento y perdurabilidad a una democracia.
El vaciamiento de la política comienza con el vaciamiento del lenguaje, nos advirtió con claridad sorprendente Octavio Paz hace ya más de tres décadas. Y pocos prestaron atención a este señalamiento, porque pocos concibieron a la política en un sentido dialogante como el que describo.
Lo peor de todo es que la mayoría de los medios de comunicación, como parte activa de la acción pública y política, han hecho eco del sinsentido del lenguaje en que hoy estamos atrapados.
Reconstruir la política exige reconstruir las capacidades del lenguaje, para significar una vez más cuestiones de mayor calado, dotar de nuevos significados a palabras que hoy suenan viejas y desgastadas y, sobre todo, reconstruir la capacidad dialogante de la política con el fin de que se convierta en un espacio de deliberación de proyectos y no de una cínica disputa por intereses de unos cuantos grupos que han, lamentablemente, usurpado a las instituciones del Estado.
La política puede ser comprendida al menos de dos maneras: la primera, como una actividad utilitaria desde la cual se persigue el poder y su conservación. Desde esta perspectiva, la política es vista como un medio; es decir, un conjunto de procedimientos en los que el criterio de la eficacia puede anteponerse a otras dimensiones, como la ética.
La segunda forma de comprender la política apela, por el contrario, al perfeccionamiento de la vida pública. Desde una posición aristotélica, por ejemplo, la política es concebida como la virtud perfecta; esto es, un fin en sí mismo que convierte a los hombres en el mejor tipo de persona que pueden llegar a ser. Desde una posición así, la práctica política exige anteponer a la ética y la rectitud moral como los criterios predominantes de la acción humana.
Sin duda, siempre será preferible contar con una clase política que conciba a sus actividades desde el punto de vista de la segunda perspectiva. Hacerlo así implica que la política se convierte siempre en una actividad que apela a la inteligencia, entendida como un diálogo constructivo para encontrar las mejores soluciones a los problemas de la comunidad.
No es casualidad que tanto en Esparta como en la Atenas del siglo V a.C., la política haya sido concebida básicamente como una actividad deliberativa; una actividad de hombres virtuosos cuya función principal era actuar con base en la razón dialogante y el establecimiento de mecanismos de discusión y toma de decisiones colectivas.
De ahí que el ágora, el lugar por excelencia de discusión de las cuestiones públicas, fuese tomado prácticamente como un lugar cuasi sagrado. Por ello, ahí eran invitados los miembros de la aristocracia, entendida como el grupo de los mejores. Debido a ello, en el ágora había reglas para la emisión de discursos y por eso quienes en ella participaban eran sumamente cuidadosos de sus palabras, porque ahí el rango y la condición económica estaban supeditados a la responsabilidad de lo que se decía. Puesto en términos llanos, cada quien, y nadie más, era el responsable de sus opiniones y de las consecuencias de éstas.
El asunto, por los testimonios de la época, era tan grave, que en ello los ciudadanos espartanos y los atenienses se jugaban el prestigio público de toda una existencia, la libertad, el destierro e incluso la vida. No es menor que a Sócrates le haya costado la vida esa acusación de ser un “corruptor de la juventud e impiedad” y, a Aristóteles, el destierro. Hay además innumerables casos de sentencias al “ostracismo”, que era considerado una de las penas mayores para cualquier griego libre.
Pensar en todo lo anterior tiene relevancia porque lo que hoy vivimos en el escenario político mexicano es nada menos que lo opuesto al ideal político de una sociedad dialogante y constructiva. A la mesura y la prudencia exigibles a los políticos, se les antepone la frivolidad y la vacuidad de los argumentos. Repartir culpas a un gobierno anterior, por ejemplo, hubiese sido indigno de cualquier ateniense sabio, porque la magnanimidad del poderoso y de quien detentaba cargos públicos era también una virtud altamente valorada.
Nuestra política ha devenido en un espacio sin precedentes de renuncia al diálogo y la inteligencia. Los contenidos declarativos de la inmensa mayoría de los políticos mexicanos apuntan a la descalificación de los adversarios, al señalamiento de defectos personales y poco, muy poco, a la construcción de un diálogo edificante. Se renunció simplemente a asumir que la política se corresponde con la actividad arquitectónica en cuanto a la construcción de lo cívico se refiere. Es decir, de los mejores y más profundos valores ciudadanos que pueden darle sustento y perdurabilidad a una democracia.
El vaciamiento de la política comienza con el vaciamiento del lenguaje, nos advirtió con claridad sorprendente Octavio Paz hace ya más de tres décadas. Y pocos prestaron atención a este señalamiento, porque pocos concibieron a la política en un sentido dialogante como el que describo.
Lo peor de todo es que la mayoría de los medios de comunicación, como parte activa de la acción pública y política, han hecho eco del sinsentido del lenguaje en que hoy estamos atrapados.
Reconstruir la política exige reconstruir las capacidades del lenguaje, para significar una vez más cuestiones de mayor calado, dotar de nuevos significados a palabras que hoy suenan viejas y desgastadas y, sobre todo, reconstruir la capacidad dialogante de la política con el fin de que se convierta en un espacio de deliberación de proyectos y no de una cínica disputa por intereses de unos cuantos grupos que han, lamentablemente, usurpado a las instituciones del Estado.
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