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lunes, 2 de diciembre de 2013

La fractura sigue


Los costos de la corrupción en nuestro país son muy altos; se estiman en varios cientos de miles de millones de pesos anuales. Sin embargo, quizá no sea éste el mayor daño que se está generando, sino la fractura ética que significa tanto para las instituciones del Estado, como para la sociedad en general.
Estamos frente a una verdadera crisis porque no hay un solo ámbito de los poderes públicos que esté a salvo de la sospecha; lo que es más, en los últimos años, fue el propio titular del Ejecutivo quien en la pasada administración acusó a una parte del Poder Judicial de proteger a los grupos de la delincuencia organizada.
Por su parte, los gobiernos estatales y municipales han sido evidenciados reiteradamente en malos manejos de los recursos públicos; hay cientos de casos documentados en los que se ha acreditado que hubo desvío de recursos para fines ilícitos, por ejemplo, financiamiento de campañas; o bien el uso del dinero para el enriquecimiento personal.
El escándalo más reciente lo ha protagonizado el Congreso de la Unión, particularmente la Cámara de Diputados, en donde el coordinador del grupo parlamentario del PAN ha sido acusado del cobro de una “comisión” a presidentes municipales del estado de Guanajuato, a cambio de gestionar recursos etiquetados para obra pública en sus demarcaciones.
En este contexto, resulta inaceptable que hasta ahora no haya habido todavía explicaciones convincentes en torno a las prácticas, al parecer generalizadas, de cobro de cuotas a cambio de asignaciones de partidas de recursos en el Congreso. Lo es doblemente, porque en una democracia se asume que si hay un elemento de control del gobierno, éste es precisamente la supervisión y auditoría del presupuesto, por parte del Congreso.
A un año de esta administración, la fractura sigue: infortunadamente la iniciativa del Presidente para crear una comisión anticorrupción no ha avanzado, pero tampoco los otros Poderes de la Unión se han planteado llevar a cabo reformas para que, en sus estructuras internas, se ponga definitivamente freno a la corrupción.
Permanece, pues es un juego perverso en el que los contratistas y prestadores de servicios de los gobiernos, en todos los niveles, saben que deben considerar al menos 10% al pago de la corrupción; las personas saben que agilizar un trámite les costará cierta cantidad, y en general todos sabemos que toda gestión puede implicar un costo adicional, lo cual sigue provocando una corrosión institucional sin precedentes.
Es evidente que nuestra democracia no tendrá viabilidad si no logramos extirpar la corrupción del sistema institucional. En ese sentido, no podemos seguir siendo un país atrapado en la lógica de la defensa de intereses privados desde las instituciones públicas, ni mucho menos podemos seguir tolerando la sangría de recursos que implica el constante desvío del dinero que está en manos de los gobernantes.
Estamos ante un reto mayor, pues acabar con la corrupción requiere, sí de un cambio de las instituciones y sus procedimientos, pero, sobre todo, de una renovación ética de todos los órganos y poderes del Estado.
Lo anterior exige, a su vez, de una profunda transformación cultural que nos lleve a la revaloración y recuperación de un verdadero sentido del servicio público, lo cual no significa otra cosa sino entregar toda la energía y capacidades, para generar bienestar y equidad para toda la población.

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