17 de noviembre de 2008
En su columna de ayer, Juan María Alponte narra pasajes relevantes de la vida de Gerardo Murillo, extraordinario paisajista mexicano que a la postre ha sido conocido y reconocido como el Dr. Atl.
Gerardo Murillo fue actor y artífice de su tiempo. En ese hacer y actuar histórico se encontró y confrontó con personajes de relevancia singular para nuestra historia. Al concluir su artículo, Alponte escribe: “El papel de Atl entre Carranza, Zapata y Obregón es una etapa dramática de un tiempo histórico que ignora, abomina y exalta, condena y destruye. No se dice, ¿por qué?”
Como ésta, muchas otras historias no se han contado; no se han explicado y no se han dimensionado en su lugar preciso y en su relevancia en la formación de esto que hoy somos, y de lo que, en medio de un dramatismo mayúsculo, es nuestro México.
En las décadas recientes de esfuerzos continuados por lograr una verdadera transformación democrática de nuestras instituciones, el análisis histórico ha tomado un cariz especial que va desde las rigurosas investigaciones hasta los escritos que buscan, mediante el argumento de la “desacralización de la historia y sus personajes”, más la fama pasajera de sus autores que una mirada comprensiva del hoy y del futuro posible, a través del espejo del pasado.
Se dice que debemos ver a los héroes en su justa dimensión; se argumenta que “también fueron seres humanos” y que hay que percibirlos así, como simples mortales de los cuales hay que, incluso, reírse. Nada más alejado, a mi juicio, de un ejercicio interpretativo complejo de la historia y de sus actores.
Cuando Homero narra la vida de Héctor, “matador de hombres”, pero también “domador y educador de caballos”, lo que nos dice es precisamente que este Héctor, humano, quizá demasiado humano, contaba con virtudes que lo convirtieron en un hombre ejemplar; es eso lo que lo volvió un héroe: su capacidad de llegar a ser el hombre que fue. No hay una exaltación divina, aunque sí trágica de Héctor.
Nada mejor para comprender la relevancia de dimensionar la historia y a sus constructores, que la advertencia de Tucídides en su introducción a La Guerra del Peloponeso: “Mi historia ha sido compuesta para que sea patrimonio de todos los tiempos, y no la muestra de una hora efímera”.
La “composición de la historia”, como la define Tucídides, tiene también una función pedagógica y asumir que se trata de la “construcción de un patrimonio” no es un asunto menor. Se trata de valorar y de darle significado a aquello que nos puede cohesionar y llevarnos a una construcción social basada en los mejores valores y virtudes humanas. Se trata no de “des-sacralizar” a los héroes, sino de mostrarlos en sus mejores valores y decisiones, a fin de que todos podamos aprender de ellos.
No es lo mismo vivir la historia a través de la ironía —Ibargüengoitia y Luis Guzmán son claros ejemplos sobre cómo hacerlo— que tratar de caricaturizar y minimizar los logros de las personalidades que le dieron rumbo y unidad al sentimiento unificador de nuestro país.
Estamos justo a dos años de celebrar el Centenario de la Revolución Mexicana; también a poco más de un año del Bicentenario de nuestra Independencia. Ante ello, hay un ambiente lúgubre frente al cual más valdría recuperar nuestras capacidades para continuar ejerciendo nuestra capacidad de ser festivos, aún en medio de la tragedia.
Se trata de entender, como Tucídides, que la historia es una cuestión patrimonial. Y que en la absurda disputa por la posesión e identificación de los héroes y los momentos, estamos perdiendo una oportunidad sin parangón para rescatar lo mejor que tenemos como país, a través de las historias que ya han sido contadas y que requieren revalorarse, quizá redimensionarse, y escribir y recuperar aquellas que han dormido al modo en que lo han hecho muchos saberes sometidos a lo largo de los años.
México no se escribió de manera definitiva en el año 2000, como muchos hoy quieren o pretenden mostrar. “Componer la historia” no significa “arreglarla a modo”. Se trata de un ejercicio que debe buscar construir un patrimonio de todos para transitar a un mejor presente e imaginar y alentarnos a construir también un mejor futuro.
Hay historias que no se cuentan; otras que no quieren contarse; otras más que se resisten a ser contadas; me sumo a la pregunta de Alponte, ¿por qué?
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