Lunes 11 de mayo de 2009
Me atrevo a sostener que la única manera de romper con el círculo de violencia política y social en el que estamos atrapados es a base de diálogo. Una democracia sólo puede sobrevivir y fortalecerse en la medida en que logra construir canales institucionales para garantizar que todas las visiones en el interior de un Estado puedan tener representatividad y voz.
El diálogo es fundamental, porque implica el reconocimiento de la igualdad entendida en dos vías: desde el punto de vista jurídico, que da a los individuos la capacidad formal de interlocución y, la otra, con la que se garantiza reconocer una igualdad en dignidad de las personas.
La política en ese sentido debería fijarse como meta la erradicación de la violencia, entendida, según Hanna Arendt, como la capacidad de hacer o de provocar un daño físico y quizás hasta simbólico a los demás; desde esta perspectiva, el riesgo que se corre con respecto a las autoridades del Estado consiste en que éstas pueden generar daños a escala; es decir, la autoridad política puede, y en sentido estricto lo ha hecho, magnificar las dimensiones del daño y el terror en contra de la población.
La noción de la violencia es básica para comprender entonces por qué la consolidación de un régimen democrático resulta fundamental para erradicar la violencia que causa aquí el crimen organizado. En primer lugar y, sobre todo, porque la existencia de redes criminales implica la corrupción de las autoridades.
Visto así, el Estado democrático está severamente amenazado, porque son sus instituciones, como ha sido evidente con la llamada “operación limpieza”, las que, aun cuando sólo parcialmente, están “autorizando” y ejecutando la violencia en contra de la población civil.
Por ello, alarma la dimensión que tiene la delincuencia. No sólo debido a los miles de muertos generados por ella en los últimos años, sino porque la autoridad, con el argumento de que estamos en medio de “una guerra”, ha cerrado los pocos espacios de interlocución entre la sociedad civil, los académicos, los estudiosos de varios temas y las instituciones del Estado.
No se trata, pues, de organizar foros y más foros para la presentación infinita de monólogos. En todo caso, lo que se requiere es propiciar nuevos mecanismos para el establecimiento de un diálogo social en los términos arriba descritos.
Es innegable que en los últimos dos años ha habido algunos esfuerzos importantes en la materia: los debates organizados por el Senado para la reforma energética y debido a la crisis económica y las necesidades de crecimiento, son un ejemplo de cómo podríamos iniciar la institucionalización de mecanismos de intercambio honesto de ideas y puntos de vista. Y, ante la epidemia de influenza, la reunión del Ejecutivo Federal con tres ex secretarios de Salud es emblemática.
Pero en ambos casos destaca una cuestión: han sido espacios abiertos ante coyunturas de gran magnitud, lo que nos debe llevar a la reflexión sobre por qué no hay una actitud política permanente de apertura ante todo frente a quienes de antemano sabemos que piensan distinto. Sí, en escenario de electoral puede sonar difícil, pero es justamente cuando más se requiere capacidad de interlocución y de construcción de una patria compartida.
Si esto es así, entonces no sólo resulta deseable, sino urgente, construir un proceso mediante el cual el poder político se abra a la ciudadanía; en el que prevalezca la capacidad de escuchar y se logre asumir que, enviar mensajes a la nación desde tribunas diseñadas para el soliloquio, es definitivamente una apuesta por el absurdo.
Preocupa que, en cada mensaje que envían el Ejecutivo o los representantes del Congreso, queda siempre la sensación de que se trata de discursos cuyo destinatario exclusivo son los grupos de intereses que representan; empero, a la ciudadanía poco o nada se le dice, y mucho menos se le escucha.
Nuestra democracia exige romper con el monólogo del poder. Nuestras salidas a la violencia, a la desigualdad y a la pobreza podrán construirse en la medida en que podamos originar renovadas plataformas y capacidades de diálogo y, si en ello no están las respuestas definitivas, intentarlo nos llevará al menos a conocernos mejor como país o, cuando menos, nos permitirá, en el reconocimiento de nuestras diferencias, apostar por la cohesión y la identidad nacionales.
El Estado democrático se encuentra severamente amenazado, porque son sus instituciones las que, aun cuando sólo parcialmente, están “autorizando” y ejecutando la violencia.
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