Mario Luis Fuentes
Lunes 21 de abril de 2008
En estos días, debatir lo político debería ser sinónimo de debatir en torno a la cuestión social de nuestro país. Nunca en la historia de las ideas se ha dado un debate sobre la organización del Estado y sus instituciones, sin tener como referente y eje de la discusión el para qué de un modelo de organización política o forma de gobierno.
La Ilustración francesa tuvo en Rousseau al teórico del “contrato social” y la organización democrática del Estado, pero también a un precursor del pensamiento social que no concebía al Estado liberal sin las capacidades suficientes para generar equidad social. Lo mismo puede encontrarse en los pensadores ingleses de los siglos XVII y XVIII pues, desde Locke, pasando por Leibniz y Hume, concibieron siempre al Estado liberal como uno garante de la seguridad social y la protección de los derechos sociales de los ciudadanos.
Los liberales del 57 en nuestro país abordaron en los debates del Congreso Constituyente las cuestiones relativas a la pobreza y la indigencia, en particular las desigualdades que ya comenzaban a ser evidentes entre las distintas regiones, mismas que en buena medida dieron origen al Movimiento Armado de 1910 y que fueron piedra angular en la redacción de la Carta Magna en 1917.
Evocar estas raíces del pensamiento social cobra sentido en la presente discusión sobre la reforma petrolera, porque lo que se encuentra en el fondo es un debate sobre qué nación queremos construir y qué tipo de instituciones se requieren para darle cauce al desarrollo de ese modelo de nación.
Por ello, la discusión, sobre el tema de la reforma a Pemex y en general a la industria de los hidrocarburos en nuestro país, requiere un diálogo profundo, que nos lleve a asumir, de una vez por todas, el debate que se ha obviado en la definición básica de qué modelo de nación se está proponiendo.
Se argumentó que las diferencias ideológicas entre los partidos políticos se habían difuminado en el siglo XXI; empero, hoy más que nunca es evidente que la discusión ideológica permanece y, de hecho, es lo que ha determinado la ausencia de un diálogo con reglas claras que permita asumir la “la lógica del mejor argumento”, lo cual exigiría, de todas las partes, la voluntad para llevar el debate al establecimiento de conceptos fundamentales que hoy se dan por descontados pero que, al asumirlos, se impide el contraste de las ideas y los matices.
Es cierto que sin más recursos difícilmente podrá superarse la pobreza; empero, la pregunta obligada es si el modelo que se está planteando para Pemex será el mismo que se asumirá para todo el sector de provisión de bienes y servicios sociales. Esto es, si el planteamiento de fondo no consiste en generar más infraestructura para que sea el mercado privado el que asuma la conducción de la prestación de servicios de salud, educación, vivienda y otros sectores vitales en la garantía de los derechos sociales de las y los mexicanos.
Como puede verse, los alcances de la discusión deberían extenderse a la definición de qué le compete al Estado y qué al mercado y, en esa lógica, la cuestión estaría determinada por el debate postergado con respecto a si avanzaremos hacia un sólido Estado social de derecho, en el que todas y todos tengamos garantías mínimas para la realización de los derechos sociales o si continuaremos con un modelo tendente a la privatización de todo y a la contracción del Estado a su mínima expresión.
La única ventaja en este debate es que ya conocemos los resultados de ambos modelos: un Estado de bienestar que, sin racionalidad presupuestaria e institucional, puede devenir en populismo o crisis financieras, o bien, optar por un Estado mínimo que da paso a un capitalismo rapaz que ha generado niveles de desigualdad global y nacionales quizá nunca antes vistos en la historia reciente de la humanidad.
A mi juicio, la balanza debería orientarse hacia la reconstrucción de un Estado de bienestar que cuente con las capacidades de restablecer instituciones solidarias, adecuadas a una nueva condición planetaria marcada por la globalización, la integración económica y financiera de las regiones, y problemas planetarios compartidos, como el cambio climático, el crimen organizado transnacional, la pobreza y la desigualdad.
En estos días, debatir lo político debería ser sinónimo de debatir en torno a la cuestión social de nuestro país. Nunca en la historia de las ideas se ha dado un debate sobre la organización del Estado y sus instituciones, sin tener como referente y eje de la discusión el para qué de un modelo de organización política o forma de gobierno.
La Ilustración francesa tuvo en Rousseau al teórico del “contrato social” y la organización democrática del Estado, pero también a un precursor del pensamiento social que no concebía al Estado liberal sin las capacidades suficientes para generar equidad social. Lo mismo puede encontrarse en los pensadores ingleses de los siglos XVII y XVIII pues, desde Locke, pasando por Leibniz y Hume, concibieron siempre al Estado liberal como uno garante de la seguridad social y la protección de los derechos sociales de los ciudadanos.
Los liberales del 57 en nuestro país abordaron en los debates del Congreso Constituyente las cuestiones relativas a la pobreza y la indigencia, en particular las desigualdades que ya comenzaban a ser evidentes entre las distintas regiones, mismas que en buena medida dieron origen al Movimiento Armado de 1910 y que fueron piedra angular en la redacción de la Carta Magna en 1917.
Evocar estas raíces del pensamiento social cobra sentido en la presente discusión sobre la reforma petrolera, porque lo que se encuentra en el fondo es un debate sobre qué nación queremos construir y qué tipo de instituciones se requieren para darle cauce al desarrollo de ese modelo de nación.
Por ello, la discusión, sobre el tema de la reforma a Pemex y en general a la industria de los hidrocarburos en nuestro país, requiere un diálogo profundo, que nos lleve a asumir, de una vez por todas, el debate que se ha obviado en la definición básica de qué modelo de nación se está proponiendo.
Se argumentó que las diferencias ideológicas entre los partidos políticos se habían difuminado en el siglo XXI; empero, hoy más que nunca es evidente que la discusión ideológica permanece y, de hecho, es lo que ha determinado la ausencia de un diálogo con reglas claras que permita asumir la “la lógica del mejor argumento”, lo cual exigiría, de todas las partes, la voluntad para llevar el debate al establecimiento de conceptos fundamentales que hoy se dan por descontados pero que, al asumirlos, se impide el contraste de las ideas y los matices.
Es cierto que sin más recursos difícilmente podrá superarse la pobreza; empero, la pregunta obligada es si el modelo que se está planteando para Pemex será el mismo que se asumirá para todo el sector de provisión de bienes y servicios sociales. Esto es, si el planteamiento de fondo no consiste en generar más infraestructura para que sea el mercado privado el que asuma la conducción de la prestación de servicios de salud, educación, vivienda y otros sectores vitales en la garantía de los derechos sociales de las y los mexicanos.
Como puede verse, los alcances de la discusión deberían extenderse a la definición de qué le compete al Estado y qué al mercado y, en esa lógica, la cuestión estaría determinada por el debate postergado con respecto a si avanzaremos hacia un sólido Estado social de derecho, en el que todas y todos tengamos garantías mínimas para la realización de los derechos sociales o si continuaremos con un modelo tendente a la privatización de todo y a la contracción del Estado a su mínima expresión.
La única ventaja en este debate es que ya conocemos los resultados de ambos modelos: un Estado de bienestar que, sin racionalidad presupuestaria e institucional, puede devenir en populismo o crisis financieras, o bien, optar por un Estado mínimo que da paso a un capitalismo rapaz que ha generado niveles de desigualdad global y nacionales quizá nunca antes vistos en la historia reciente de la humanidad.
A mi juicio, la balanza debería orientarse hacia la reconstrucción de un Estado de bienestar que cuente con las capacidades de restablecer instituciones solidarias, adecuadas a una nueva condición planetaria marcada por la globalización, la integración económica y financiera de las regiones, y problemas planetarios compartidos, como el cambio climático, el crimen organizado transnacional, la pobreza y la desigualdad.
México no puede simplemente seguir planteándose qué hacer con los excedentes de los precios internacionales del petróleo; lo que debe comprenderse es, entonces, que al discutir sobre Pemex y la renta petrolera, en muchos sentidos lo que se está debatiendo es qué tipo de nación estamos dispuestos a construir y si seremos capaces de hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario