Mario Luis Fuentes
Lunes 28 de abril de 2008
Nuestro país enfrenta severos problemas relacionados todos con la cuestión social. La pobreza se está reduciendo aún muy lentamente; la marginación continúa afectando a millones de personas que carecen todavía de servicios sociales básicos, y la desigualdad ha crecido de manera constante en las últimas décadas.
Esta desigualdad se sitúa en un contexto internacional en el que el cambio climático, la pobreza planetaria y el desempleo masivo —en una modalidad desconocida hasta hace 20 años, que es la del desempleo prolongado o permanente—, obliga a repensar qué tareas le hemos asignado al mercado y cuáles al Estado en la regulación y protección de las relaciones sociales.
Así pues, hoy nos enfrentamos a viejos y nuevos riesgos sociales ante los cuales, aun desde la noción de la seguridad social en el siglo XX, carecemos de respuestas definitivas: la inseguridad pública a nivel nacional, y ahora también internacional bajo la figura del terrorismo y el crimen organizado; la violencia y la fragmentación en el interior de las familias; las migraciones motivadas por la pobreza y la desigualdad; las adicciones; la orfandad, así como la vulnerabilidad extrema de la indigencia, son algunas de las nuevas manifestaciones de los riesgos que enfrentan nuestras sociedades.
Estos riesgos, más otros de alcance planetario asociados a la noción de las catástrofes, nos sitúan ante el reto de debatir sobre qué bases reconstruir al Estado social y asumir que debemos encontrar soluciones que garanticen la protección de las personas, desde una perspectiva de atención individual, combinadas con esquemas solidarios que permitan garantizar a todos seguridad ante los nuevos dilemas y riesgos del siglo XXI.
Un debate así implica asumir posiciones: frente a lógicas de un mercado cada vez más excluyente y favorable a la construcción de megamonopolios, se requiere mucho más Estado para establecer criterios mínimos de equidad y justicia distributiva.
Ante una distorsión cada vez más perversa en la provisión privada de bienes y servicios en la salud, se requiere más Estado, a fin de establecer las previsiones necesarias en la construcción de infraestructura y la disponibilidad de servicios y medicamentos de calidad ante lo que no es prioridad de los privados. Dada la tragedia silenciosa que constituye la crisis educativa de nuestro país, se requiere mucho más Estado para impulsar una reforma de alcances mayores con el fin de que, sin renunciar a las humanidades, podamos transitar rápidamente hacia la sociedad del conocimiento.
La crisis financiera y económica global que hoy se vive nos ha mostrado la fragilidad de la estabilidad global, lo que, sumado a la crisis planetaria de los precios de los alimentos y la crisis energética global, nos debe llevar a asumir que es necesario preguntarnos cómo fortalecer a las instituciones estatales y, simultáneamente, garantizar que no se inhibirán la inversión y la creación de empleos, en un contexto de justicia y equidad.
Hoy contamos con evidencia suficiente para sostener que el funcionamiento económico, en su modelo actual, ha generado severas distorsiones y terribles inequidades. Por ello es necesario insistir en la necesidad de abordar la cuestión de cómo fortalecer a un Estado que pueda regular y corregir las desviaciones del mercado y, al mismo tiempo —aunque parezca paradójico—, estimular su funcionamiento para lograr procesos de crecimiento y desarrollo económico sostenido.
Un debate de esta naturaleza es de una complejidad mayor y requiere la voluntad y la capacidad política de todos para abordarlo, pues en el fondo lo que está a discusión es cómo lograr un sistema institucional que tenga como base y referente la construcción de una nueva noción de solidaridad social, basada en una sólida noción de ciudadanía social.
Nuestro país enfrenta severos problemas relacionados todos con la cuestión social. La pobreza se está reduciendo aún muy lentamente; la marginación continúa afectando a millones de personas que carecen todavía de servicios sociales básicos, y la desigualdad ha crecido de manera constante en las últimas décadas.
Esta desigualdad se sitúa en un contexto internacional en el que el cambio climático, la pobreza planetaria y el desempleo masivo —en una modalidad desconocida hasta hace 20 años, que es la del desempleo prolongado o permanente—, obliga a repensar qué tareas le hemos asignado al mercado y cuáles al Estado en la regulación y protección de las relaciones sociales.
Así pues, hoy nos enfrentamos a viejos y nuevos riesgos sociales ante los cuales, aun desde la noción de la seguridad social en el siglo XX, carecemos de respuestas definitivas: la inseguridad pública a nivel nacional, y ahora también internacional bajo la figura del terrorismo y el crimen organizado; la violencia y la fragmentación en el interior de las familias; las migraciones motivadas por la pobreza y la desigualdad; las adicciones; la orfandad, así como la vulnerabilidad extrema de la indigencia, son algunas de las nuevas manifestaciones de los riesgos que enfrentan nuestras sociedades.
Estos riesgos, más otros de alcance planetario asociados a la noción de las catástrofes, nos sitúan ante el reto de debatir sobre qué bases reconstruir al Estado social y asumir que debemos encontrar soluciones que garanticen la protección de las personas, desde una perspectiva de atención individual, combinadas con esquemas solidarios que permitan garantizar a todos seguridad ante los nuevos dilemas y riesgos del siglo XXI.
Un debate así implica asumir posiciones: frente a lógicas de un mercado cada vez más excluyente y favorable a la construcción de megamonopolios, se requiere mucho más Estado para establecer criterios mínimos de equidad y justicia distributiva.
Ante una distorsión cada vez más perversa en la provisión privada de bienes y servicios en la salud, se requiere más Estado, a fin de establecer las previsiones necesarias en la construcción de infraestructura y la disponibilidad de servicios y medicamentos de calidad ante lo que no es prioridad de los privados. Dada la tragedia silenciosa que constituye la crisis educativa de nuestro país, se requiere mucho más Estado para impulsar una reforma de alcances mayores con el fin de que, sin renunciar a las humanidades, podamos transitar rápidamente hacia la sociedad del conocimiento.
La crisis financiera y económica global que hoy se vive nos ha mostrado la fragilidad de la estabilidad global, lo que, sumado a la crisis planetaria de los precios de los alimentos y la crisis energética global, nos debe llevar a asumir que es necesario preguntarnos cómo fortalecer a las instituciones estatales y, simultáneamente, garantizar que no se inhibirán la inversión y la creación de empleos, en un contexto de justicia y equidad.
Hoy contamos con evidencia suficiente para sostener que el funcionamiento económico, en su modelo actual, ha generado severas distorsiones y terribles inequidades. Por ello es necesario insistir en la necesidad de abordar la cuestión de cómo fortalecer a un Estado que pueda regular y corregir las desviaciones del mercado y, al mismo tiempo —aunque parezca paradójico—, estimular su funcionamiento para lograr procesos de crecimiento y desarrollo económico sostenido.
Un debate de esta naturaleza es de una complejidad mayor y requiere la voluntad y la capacidad política de todos para abordarlo, pues en el fondo lo que está a discusión es cómo lograr un sistema institucional que tenga como base y referente la construcción de una nueva noción de solidaridad social, basada en una sólida noción de ciudadanía social.
El pacto social se encuentra severamente amenazado y pareciera que al día de hoy hemos perdido referentes que nos permitan avanzar hacia la reducción acelerada de la exclusión social.
En síntesis, pensar lo social en el siglo XXI, requiere de inicio fijar reglas claras para la construcción de un nuevo diálogo político, dirigido a la construcción de consensos y afianzar la arquitectura institucional necesaria para sustentar una nación social con las capacidades suficientes para garantizar equidad y una vida digna para todos.
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