Mario Luis Fuentes
Lunes 19 de mayo de 2008
México se enfrenta a un reto: cerrar la brecha educativa, científica y tecnológica que lo separa de los países con mayor desarrollo y equidad en el mundo, en un contexto de crecimiento económico sostenido y con generación suficiente de empleos dignos. Esta fórmula, que pareciera sumamente simple, requiere sin embargo avanzar en reformas de largo plazo en distintas esferas del entramado institucional.
En este escenario, es de destacarse la reforma que se pactó esta semana entre el gobierno federal y la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, a fin de impulsar la profesionalización de los maestros mexicanos; así como fortalecer las capacidades de evaluación, mejorar la calidad de la educación y establecer nuevos criterios de contratación e ingreso laboral de los trabajadores de la educación. En esa lógica, habrá que estar atentos para que los acuerdos que hoy se han planteado logren permear en todas las estructuras y los espacios de la educación pública en México, a fin de que la reforma pueda operarse y concretarse en resultados positivos para todos.
Hay que insistir, pues, más allá de la discusión política de coyuntura, en que esta reforma es importante porque la educación constituye uno de los derechos fundamentales que la Carta Magna otorga; además de que es un “derecho habilitante”, pues da a las personas habilidades y capacidades para la vida, así como mayores oportunidades de inserción laboral y desempeño productivo.
Aun con ello, debemos considerar que, en los últimos 15 años, es la tercera vez que se habla de una gran reforma educativa y que, pese a ello, los rezagos en cobertura, aprovechamiento y calidad de la educación siguen siendo uno de los espacios de mayor desigualdad en México, los cuales se profundizan todavía más si se piensa en los contrastes existentes entre la educación pública y la privada y entre los ámbitos urbanos, los rurales y, más aún, frente al mundo indígena.
En este reconocimiento, estamos ante el desafío de asumir que la reforma es apenas un primer paso en la generación de un México mucho más justo, pues hay varias pendientes, que deberán realizarse si de verdad se quiere detonar procesos de generación masiva de empleos de calidad y de una planta productiva vigorosa, a fin de estar en posibilidad de asimilar a los millones de jóvenes que año con año se incorporan a la población económicamente activa, la cual, en las condiciones en que estamos, no ha encontrado más opciones que empleos mal remunerados, la migración irregular, la fuga en las adicciones o, lamentablemente en muchos casos, la ruta de la informalidad o la peor todavía de la criminalidad.
La reforma educativa que hoy se plantea puede servir como la plataforma inicial para un nuevo debate sobre una reforma social de gran envergadura, la cual, de ser pensada con seriedad, debiera plantearse metas específicas a 30 años cuando menos, a fin de lograr la consolidación de nuestro país como una de las principales economías del planeta, pero también de un país que, en democracia, permita a sus habitantes vivir con justicia, equidad y dignidad.
No hay nada que genere más cohesión social que tener acceso a una educación de calidad, contar con servicios integrales de seguridad social, así como la oportunidad de trabajar y obtener salarios dignos por el desempeño de actividades profesionales que permitan la realización vocacional y personal de todas y todos.
Lo anterior implica, pues, la construcción de nuevos pactos políticos que den apertura a nuevos mecanismos de inclusión: mejor reparto social del ingreso; mejores normas e instituciones; mejores mecanismos de protección social, pero, sobre todo, de una ciudadanía de mayor “calidad”, capaz de hacerse responsable del cuidado y la plena integración de todos, así como de la exigencia permanente de la vigencia de nuestras instituciones y de nuestros derechos humanos y sociales.
Hay claros ejemplos de que una reforma social de gran calado es posible: España, Finlandia e Irlanda son tres modelos sobre los que deberíamos poner más atención, pues justamente en 30 años lograron situarse entre los países más equitativos y de mayores ingresos en el mundo. En Finlandia, por ejemplo, hay evidencia de que 30% de los más ricos no percibe ingresos por arriba de 30% que los más pobres; y esto pudo lograrse gracias a un sólido modelo de Estado de bienestar, basado en una profunda reforma de sus instituciones, incluidos desde luego los sectores de la educación y del empleo.
Esa es precisamente la parte de la reforma que habrá que llevar a cabo en los próximos meses y años, pues, de acuerdo con el Banco Mundial, en México los supermillonarios obtienen ingresos 14 mil veces por arriba del promedio de ingresos nacional.
Tal realidad es a todas luces inaceptable y por ello se debe insistir en que esta reforma educativa, sin duda alguna importante, quedará trunca si no conseguimos abatir, mediante un nuevo Estado social de derecho, la profunda desigualdad que todavía hoy nos caracteriza.
México se enfrenta a un reto: cerrar la brecha educativa, científica y tecnológica que lo separa de los países con mayor desarrollo y equidad en el mundo, en un contexto de crecimiento económico sostenido y con generación suficiente de empleos dignos. Esta fórmula, que pareciera sumamente simple, requiere sin embargo avanzar en reformas de largo plazo en distintas esferas del entramado institucional.
En este escenario, es de destacarse la reforma que se pactó esta semana entre el gobierno federal y la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, a fin de impulsar la profesionalización de los maestros mexicanos; así como fortalecer las capacidades de evaluación, mejorar la calidad de la educación y establecer nuevos criterios de contratación e ingreso laboral de los trabajadores de la educación. En esa lógica, habrá que estar atentos para que los acuerdos que hoy se han planteado logren permear en todas las estructuras y los espacios de la educación pública en México, a fin de que la reforma pueda operarse y concretarse en resultados positivos para todos.
Hay que insistir, pues, más allá de la discusión política de coyuntura, en que esta reforma es importante porque la educación constituye uno de los derechos fundamentales que la Carta Magna otorga; además de que es un “derecho habilitante”, pues da a las personas habilidades y capacidades para la vida, así como mayores oportunidades de inserción laboral y desempeño productivo.
Aun con ello, debemos considerar que, en los últimos 15 años, es la tercera vez que se habla de una gran reforma educativa y que, pese a ello, los rezagos en cobertura, aprovechamiento y calidad de la educación siguen siendo uno de los espacios de mayor desigualdad en México, los cuales se profundizan todavía más si se piensa en los contrastes existentes entre la educación pública y la privada y entre los ámbitos urbanos, los rurales y, más aún, frente al mundo indígena.
En este reconocimiento, estamos ante el desafío de asumir que la reforma es apenas un primer paso en la generación de un México mucho más justo, pues hay varias pendientes, que deberán realizarse si de verdad se quiere detonar procesos de generación masiva de empleos de calidad y de una planta productiva vigorosa, a fin de estar en posibilidad de asimilar a los millones de jóvenes que año con año se incorporan a la población económicamente activa, la cual, en las condiciones en que estamos, no ha encontrado más opciones que empleos mal remunerados, la migración irregular, la fuga en las adicciones o, lamentablemente en muchos casos, la ruta de la informalidad o la peor todavía de la criminalidad.
La reforma educativa que hoy se plantea puede servir como la plataforma inicial para un nuevo debate sobre una reforma social de gran envergadura, la cual, de ser pensada con seriedad, debiera plantearse metas específicas a 30 años cuando menos, a fin de lograr la consolidación de nuestro país como una de las principales economías del planeta, pero también de un país que, en democracia, permita a sus habitantes vivir con justicia, equidad y dignidad.
No hay nada que genere más cohesión social que tener acceso a una educación de calidad, contar con servicios integrales de seguridad social, así como la oportunidad de trabajar y obtener salarios dignos por el desempeño de actividades profesionales que permitan la realización vocacional y personal de todas y todos.
Lo anterior implica, pues, la construcción de nuevos pactos políticos que den apertura a nuevos mecanismos de inclusión: mejor reparto social del ingreso; mejores normas e instituciones; mejores mecanismos de protección social, pero, sobre todo, de una ciudadanía de mayor “calidad”, capaz de hacerse responsable del cuidado y la plena integración de todos, así como de la exigencia permanente de la vigencia de nuestras instituciones y de nuestros derechos humanos y sociales.
Hay claros ejemplos de que una reforma social de gran calado es posible: España, Finlandia e Irlanda son tres modelos sobre los que deberíamos poner más atención, pues justamente en 30 años lograron situarse entre los países más equitativos y de mayores ingresos en el mundo. En Finlandia, por ejemplo, hay evidencia de que 30% de los más ricos no percibe ingresos por arriba de 30% que los más pobres; y esto pudo lograrse gracias a un sólido modelo de Estado de bienestar, basado en una profunda reforma de sus instituciones, incluidos desde luego los sectores de la educación y del empleo.
Esa es precisamente la parte de la reforma que habrá que llevar a cabo en los próximos meses y años, pues, de acuerdo con el Banco Mundial, en México los supermillonarios obtienen ingresos 14 mil veces por arriba del promedio de ingresos nacional.
Tal realidad es a todas luces inaceptable y por ello se debe insistir en que esta reforma educativa, sin duda alguna importante, quedará trunca si no conseguimos abatir, mediante un nuevo Estado social de derecho, la profunda desigualdad que todavía hoy nos caracteriza.
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