Mario Luis Fuentes
Lunes 12 de mayo de 2008
Es difícil pensar en un fenómeno de mayor capacidad para alterar la cohesión de las sociedades que la violencia. En efecto, los vínculos sociales más elementales se sustentan no sólo en el llamado “instinto gregario” de las personas, sino en la capacidad de generar los mecanismos institucionales para garantizar a sus miembros seguridad frente a las amenazas externas o en el interior de la comunidad.
La existencia de la autoridad pública implica un reconocimiento de todos, a través del cual se asume que hay alguien que legítimamente pude mandar, pero, sobre todo, que hay una norma y un conjunto de reglas a las que debemos sujetarnos en nuestro actuar en relación con los demás. Este reconocimiento es el que posibilita la existencia de la autoridad legítima del Estado, así como el funcionamiento de una ciudadanía que asume responsabilidades y cuenta con derechos elementales que le deben ser garantizados.
En esa lógica debe entenderse la enorme amenaza que constituyen los niveles de violencia que estamos presenciando en nuestro país; más aún cuando esta violencia es relativamente atípica en el conjunto de las amenazas que tradicionalmente enfrentaba el Estado.
No se trata estrictamente de una amenaza en contra de nuestra soberanía; no es tampoco un intento de subversión del orden político mediante la lucha armada; no es sólo un asunto de crímenes y delitos del orden común. La lucha que hoy está enfrentando el Estado mexicano es en contra de grupos de crimen organizado cuyos recursos han conducido a la formación de células criminales con la “audacia” de enfrentar y retar incluso a nuestras Fuerzas Armadas.
Las ejecuciones están presentándose en todas partes y no hay entidad de la República en que no se hayan realizado ya actos alarmantes, incluso nunca antes vistos en pequeñas ciudades y localidades, producto del enfrentamiento, ya bien entre grupos de narcotraficantes o bien entre las fuerzas del orden y los grupos criminales.
Esta presencia generalizada de la violencia y el crimen es inédita, también, en el sentido de que su expansión obedece a dos fenómenos, los cuales nos alertan de que nuestro tejido social se está desgarrando en muchos de sus vínculos elementales, lo que debe llevarnos a la consideración de la otra parte de esta crisis: la demanda de estupefacientes y drogas de todo tipo.
Por una parte, el crecimiento acelerado del consumo de sustancias adictivas no se ha podido contener, y la edad de inicio en el uso o el abuso de drogas sigue disminuyendo alarmantemente. Esto implica una cada vez mayor demanda y, con ello, una creciente red de distribución “al menudeo” que ha llevado a personas que, muchas sí por la carencia económica, pero muchas más simplemente en el afán de obtener mayores recursos, han decidido vender droga a sus vecinos jóvenes la mayoría de ellos y que en muchos casos pueden ser sus familiares o hijos de conocidos de toda la vida.
La existencia de las llamadas “narcotienditas” habla de la impunidad y la corrupción existente en todos los niveles y órdenes del gobierno y de la ruptura de los vínculos sociales de protección y cuidado mutuo de las personas.
En este tema debe reconocerse que existe una nueva generación de drogas de diseño, de alto costo y accesibles sólo a los grupos de mayores ingresos y son éstos los que poseen mayores capacidades de corromper y de favorecer, a través del consumo, el crecimiento de la impunidad, la corrupción y la violencia social.
Del otro lado están los deudos de los policías y mandos policiacos que literalmente se están jugando todo en esta lucha. Con ellos, el Estado debe ser profundamente solidario y se requiere hoy dar mucho mayores garantías de protección, seguridad social e ingresos mínimos para sus familiares.
Es difícil pensar en un fenómeno de mayor capacidad para alterar la cohesión de las sociedades que la violencia. En efecto, los vínculos sociales más elementales se sustentan no sólo en el llamado “instinto gregario” de las personas, sino en la capacidad de generar los mecanismos institucionales para garantizar a sus miembros seguridad frente a las amenazas externas o en el interior de la comunidad.
La existencia de la autoridad pública implica un reconocimiento de todos, a través del cual se asume que hay alguien que legítimamente pude mandar, pero, sobre todo, que hay una norma y un conjunto de reglas a las que debemos sujetarnos en nuestro actuar en relación con los demás. Este reconocimiento es el que posibilita la existencia de la autoridad legítima del Estado, así como el funcionamiento de una ciudadanía que asume responsabilidades y cuenta con derechos elementales que le deben ser garantizados.
En esa lógica debe entenderse la enorme amenaza que constituyen los niveles de violencia que estamos presenciando en nuestro país; más aún cuando esta violencia es relativamente atípica en el conjunto de las amenazas que tradicionalmente enfrentaba el Estado.
No se trata estrictamente de una amenaza en contra de nuestra soberanía; no es tampoco un intento de subversión del orden político mediante la lucha armada; no es sólo un asunto de crímenes y delitos del orden común. La lucha que hoy está enfrentando el Estado mexicano es en contra de grupos de crimen organizado cuyos recursos han conducido a la formación de células criminales con la “audacia” de enfrentar y retar incluso a nuestras Fuerzas Armadas.
Las ejecuciones están presentándose en todas partes y no hay entidad de la República en que no se hayan realizado ya actos alarmantes, incluso nunca antes vistos en pequeñas ciudades y localidades, producto del enfrentamiento, ya bien entre grupos de narcotraficantes o bien entre las fuerzas del orden y los grupos criminales.
Esta presencia generalizada de la violencia y el crimen es inédita, también, en el sentido de que su expansión obedece a dos fenómenos, los cuales nos alertan de que nuestro tejido social se está desgarrando en muchos de sus vínculos elementales, lo que debe llevarnos a la consideración de la otra parte de esta crisis: la demanda de estupefacientes y drogas de todo tipo.
Por una parte, el crecimiento acelerado del consumo de sustancias adictivas no se ha podido contener, y la edad de inicio en el uso o el abuso de drogas sigue disminuyendo alarmantemente. Esto implica una cada vez mayor demanda y, con ello, una creciente red de distribución “al menudeo” que ha llevado a personas que, muchas sí por la carencia económica, pero muchas más simplemente en el afán de obtener mayores recursos, han decidido vender droga a sus vecinos jóvenes la mayoría de ellos y que en muchos casos pueden ser sus familiares o hijos de conocidos de toda la vida.
La existencia de las llamadas “narcotienditas” habla de la impunidad y la corrupción existente en todos los niveles y órdenes del gobierno y de la ruptura de los vínculos sociales de protección y cuidado mutuo de las personas.
En este tema debe reconocerse que existe una nueva generación de drogas de diseño, de alto costo y accesibles sólo a los grupos de mayores ingresos y son éstos los que poseen mayores capacidades de corromper y de favorecer, a través del consumo, el crecimiento de la impunidad, la corrupción y la violencia social.
Del otro lado están los deudos de los policías y mandos policiacos que literalmente se están jugando todo en esta lucha. Con ellos, el Estado debe ser profundamente solidario y se requiere hoy dar mucho mayores garantías de protección, seguridad social e ingresos mínimos para sus familiares.
Detrás de todo esto, comienza a percibirse una sensación generalizada de miedo. Y no hay nada más peligroso para una democracia o un orden político que la población asuma que sus gobiernos son incapaces de garantizarles lo mínimo exigible: seguridad y estabilidad jurídica que dé certidumbre para el bienestar y el desarrollo social.
El miedo en las sociedades puede llevar a regresiones autoritarias que, a la luz de la experiencia histórica, nunca han traído beneficios sino sólo para quienes detentan el poder o buscan actuar al margen del Estado y de sus leyes.
Por todo lo anterior, hoy más que nunca urge incorporar a todas las políticas sociales, instrumentos que promuevan y generen la cohesión de la sociedad, ofrecer mayor certidumbre a nuestros jóvenes, incrementar los niveles de confianza y solidaridad entre las personas y contribuir a proteger con todo ello a nuestro aún frágil régimen democrático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario