6 de julio de 2009
El proceso de descentralización que se inició en la década de los 90 quedó trunco. Se inició con un conjunto de instrumentos de distribución de recursos públicos hacia las entidades y los municipios, pero no se logró generar un adecuado proceso de transferencia de facultades y capacidades jurídico-administrativas para fortalecer a los gobiernos locales.
Nuestro federalismo está no sólo incompleto sino que ha llevado a una perversa competencia política que ha originado la desarticulación de políticas y acciones en distintos ámbitos.
Uno de ellos es el relativo al desarrollo económico. Optamos por una política de abandono y dejamos de lado acciones urgentes, como el fomento a la empresa desde una lógica de desarrollo sustentable y basada en el progreso científico y tecnológico. Una política así implicaría impulsar de la mano una profunda reforma educativa que, en las áreas dedicadas a la generación del conocimiento científico, recibiera un mayor impulso programático y presupuestario, reformara planes y programas de estudio y se vinculara al mundo del empleo con base en la categoría del trabajo digno.
Abandonamos igualmente una noción integrada del desarrollo regional. La evidencia de las desigualdades que tenemos y el crecimiento de problemas regionalizados debería llevarnos a una nueva política de coordinación y acciones conjuntas para lo social.
La realidad de que en el norte y el centro del país los jóvenes mueren a destiempo como resultado de accidentes de tránsito, homicidios y suicidios, y que en el sur la mayoría de los fallecimientos en este segmento de edad están relacionadas con ámbitos de pobreza, desnutrición y mala salud, es una muestra irrefutable de la urgencia que tenemos de generar programas regionalizados.
En ese sentido, la política social ha logrado raquíticos resultados: tenemos prácticamente los mismos —quizás hoy más agudizados— niveles de pobreza que en los momentos anteriores a la crisis de 1995. Y esto sin duda alguna es el resultado de considerar que la política económica y el fomento al libre mercado iban a generar por sí mismos bienestar.
Hoy sabemos que no es así; que tenemos una política social fragmentada y un federalismo absurdo en el que, a pesar de la existencia de algunos mecanismos de distribución de los recursos federales a través del Ramo 33, el gobierno de la República sigue ejerciendo más de 70% del presupuesto social en el país.
Quizá nunca antes como ahora los gobiernos municipales están verdaderamente solos, abandonados por los gobiernos estatales y el federal. ¿Cómo enfrentar en un municipio de menos de 10 mil habitantes a un enclave del crimen organizado, cuando a los presidentes municipales se les trata sin respeto y sin consideraciones de ningún tipo desde las antesalas de las secretarías de gobierno y las gubernaturas de los estados?
¿Cómo garantizar la efectividad de una política social en la que, en programas como Oportunidades, el único papel que juegan los alcaldes es el de firmar cédulas y formatos intrascendentes y, si acaso, revisar someramente padrones e integración de grupos de promotores?
La seguridad pública y las estrategias adoptadas en la presente administración para intervenir en contra del crimen organizado, consideran muy poco a las autoridades locales, y éstas, paralelamente, carecen del personal, la formación, los recursos tácticos, el armamento y, por supuesto, de la inteligencia requerida para prevenir y actuar de manera coordinada con los demás órdenes de gobierno.
La reforma social del Estado que distintos académicos hemos comenzado a impulsar recientemente, tiene como uno de sus mayores retos detonar un proceso que nos lleve de lo que Rolando Cordera ha llamado el federalismo salvaje que hoy tenemos hacia un federalismo eminentemente social.
Un federalismo así le restituiría al municipio la relevancia política y administrativa con la que fue concebido en el Constituyente del 17. Exigiría construir un proceso de profesionalización de las administraciones municipales; demandaría modelos compartidos para el crecimiento con equidad y desde el que las ciudades pilares de lo que hoy es nuestro país asuman una lógica de desarrollo basado en la protección del patrimonio ecológico, histórico y cultural de nuestros pueblos y regiones y, en evidencia, la protección de los derechos humanos.
La diversidad que nos caracteriza, la pluralidad cultural en la que tenemos el privilegio de crecer y aprender y la megadiversidad ecológica que nos distingue en todo el mundo, deben ser los nuevos cimientos sobre los que podemos construir, en medio de toda esta complejidad, un federalismo verdaderamente republicano en la distribución justa de las tareas y las responsabilidades públicas.
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