Mario Luis Fuentes
Lunes 28 de enero de 2008
La reducción de las expectativas de crecimiento mundial y en nuestro país tiene repercusiones que se verán reflejadas necesariamente en los niveles de calidad de vida de las familias, particularmente en detrimento de los más pobres y de las personas que viven en mayores condiciones de vulnerabilidad social.
De acuerdo con la información del INEGI, en México hay al menos 1.5 millones de personas en edad de trabajar que no han logrado encontrar empleo en el último año. El dato es preocupante porque, por cada punto porcentual del PIB que se reduce en la expectativa de crecimiento, debe considerarse también que se pierde la capacidad de generar alrededor de 400 mil empleos.
En México, cerca de 60% de los habitantes son ya parte de la población económicamente activa, es decir, más de 60 millones de mexicanos que se encuentran en edad de trabajar. De esta población, la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo informa que 4.43% se encontraba desocupada a diciembre de 2007.
Aun con las discusiones metodológicas y sobre la precisión y confiabilidad de las cifras acerca de empleo y ocupación en México, sí es una realidad que hoy los jóvenes se enfrentan a cada vez más dificultades para encontrar trabajo. Al respecto, es ilustradora la crítica que hacen algunos grupos empresariales al Programa de Primer Empleo y su inefectividad en cuanto a estimular la generación de trabajo digno en México.
Esta realidad implica la pérdida de capacidades para el ejercicio de la autonomía de los jóvenes, a la vez que una severa restricción a las libertades con miras a elegir sus formas y estilos de vida. Decisiones tales como cuándo contraer matrimonio; cuándo, cuánto y dónde estudiar; cuándo y cuántos hijos se van a tener, están relacionadas en la mayoría de las ocasiones con la posibilidad de contar con un empleo que permita acceder a niveles mínimos de bienestar para los integrantes de las familias.
Como correlato de esta situación, los jóvenes se encuentran atrapados en cada vez mayores relaciones de dependencia en todos los sentidos y, lamentablemente, no se ha logrado construir una plataforma institucional que les permita acceder al menos a espacios educativos de nivel medio y superior y, con ello, retrasar su ingreso al mercado laboral y generar al mismo tiempo mayores capacidades para la competitividad y el acceso a empleos bien remunerados y con seguridad social.
Por otro lado, la contracción de la economía estadunidense seguramente impactará en las posibilidades de acceso de nuestros paisanos que viven en aquel país, a empleos que, por precarios que parezcan, significan la diferencia entre poder enviar o no el dinero que permite la supervivencia a sus familiares aquí en México. La expectativa es, pues, que también baje el flujo de las remesas y con ello el consumo en las zonas rurales, las que en mayor medida se benefician de estos ingresos.
En esa lógica, las instituciones deberían estar considerando adecuaciones urgentes en el diseño y el planteamiento de objetivos de sus programas, y encontrarse realmente preparadas para enfrentar una coyuntura de bajo crecimiento económico que amenaza con convertirse en un periodo relativamente largo de estancamiento.
Es motivo de preocupación que, ante los nubarrones de la recesión, la cifra de los 14.4 millones de mexicanos que padecen día a día el hambre, pueda incrementarse debido a la falta de empleo y de oportunidades de acceso a ingresos, bienes y servicios que permitan mínimos de bienestar para quienes viven con las mayores carencias.
Una sociedad en constante dependencia; una en que sus jóvenes tienen canceladas sus expectativas de futuro; una que no ha logrado reducir sustancialmente la pobreza y la desigualdad en los últimos 15 años, es una sociedad en riesgo de vivir fracturas sociales mayores.
Reconocer que hay la incertidumbre social es real, es condición necesaria para construir un nuevo pacto fundacional de nuestros principales arreglos sociales; y esta refundación, debe decirse, es ya urgente. Necesitamos avanzar hacia un pacto político que, con base en criterios de una ética para la solidaridad, construya un nuevo entramado institucional que nos dé, de una vez por todas, la certeza de que, aun en medio de recesiones y turbulencias económicas, nuestras capacidades para la igualdad, la justicia y la dignidad nos mantendrán a flote como una sociedad igualitaria.
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