Mario Luis Fuentes
Lunes 10 de marzo de 2008
Las multitudes arrastran a otras multitudes, afirma Elías Canetti en su célebre texto de Masa y poder. Estos arrastres pueden ser de diversos tipos y magnitudes y, cuando están vinculados a cuestiones de política, pueden llevar fácilmente a la revuelta.
Octavio Paz diferenciaba a la revuelta de la revolución, estableciendo que la primera no tiene como efecto la transformación radical de las sociedades. La revuelta cumple la función de la denuncia, de la manifestación del descontento, es síntoma de un malestar social mayor ante circunstancias generalmente de injusticia, intolerancia, represión, desigualdad y, desde luego, pobreza.
La revuelta también es ocasional y termina con la represión o bien con una especie de “disolución espontánea”. No es fruto de una propuesta ideológica o de la pretensión de llegar al poder (como sí ocurre en las revoluciones). La revuelta no tiene programa de acción, sus vaivenes están marcados antes bien por el ritmo de la vorágine, el descontento y el afán de destruir todo aquello que oprime o que parece hacerlo.
Las revueltas son por ello mucho más violentas que otros movimientos sociales, en tanto que no hay racionalidad organizativa del movimiento, no hay líderes visibles, sino aquellos que en el “momento de la masa” asumen su conducción. No hay disciplina, por el contrario, existen el desfogue, la explosión masiva de odios, frustraciones y descontentos acumulados a través de años de exclusión social y privación de derechos humanos fundamentales.
No hay tiempos para las revueltas, es decir, no son predecibles, no son programadas y, por lo tanto, pueden aparecer en el momento menos pensado o esperado. Por ello, cuando una sociedad ha generado los “caldos de cultivo” necesarios para que las condiciones de una revuelta aparezcan, debe tenerse mucho cuidado y debe estarse muy atento a cómo se está procesando el conflicto social y cuáles son las medidas de política que los gobiernos asumen para evitar las tragedias que generalmente vienen asociadas a este tipo de movilizaciones.
Ya hemos visto que no es necesario que haya extrema pobreza para que esto ocurra. En la ciudad de Los Ángeles, uno de los enclaves económicos más poderosos del mundo, vimos cómo en 1984 la discriminación y el racismo fueron los detonantes de una movilización y unos disturbios sin precedentes en la historia estadunidense contemporánea. París fue el reciente escenario de episodios de violencia, igualmente provocados por la exclusión, la desesperación y la frustración de miles de jóvenes excluidos del bienestar y del cumplimiento de sus derechos.
Los datos que tenemos en México deben situarnos en un estado de alerta y atención mayor. Miles, millones de jóvenes, están hoy en las calles sin estudiar y sin trabajar, excluidos de un sistema educativo que no sólo carece de las capacidades para absorber a todos, sino que además continúa siendo de muy mala calidad. En los últimos años hemos padecido un déficit de empleo cuya fuga de escape más efectiva se ha encontrado en el drama de la migración, documentada e indocumentada, que nos ha llevado a la recomposición de las dinámicas sociales y familiares cuyas consecuencias aún estamos lejos de conocer.
La presencia del narcotráfico y el crimen organizado ha llevado a una estrategia de alta intervención militar en las calles, que puede estar generando más miedo que certidumbre en la población, en particular de los jóvenes, los niños y los adultos mayores, quienes son y han sido siempre los grupos más desprotegidos y vulnerables en nuestro país.
Una sociedad con cientos de miles de jóvenes condenados a literalmente no hacer nada, es una sociedad en la que la revuelta es siempre una posibilidad y, sobre todo, un riesgo que no puede ni debe buscar prevenirse y evitarse con más presencia policiaca, sino con más escuelas, más universidades públicas, más creación de empleo y, por supuesto, muchas más y mejores oportunidades para la realización efectiva de los derechos humanos y sociales.
No sabemos qué está pasando en los “sustratos” de la sociedad y mucho menos en los espacios que viven y están construyendo en el día a día nuestros jóvenes. Hoy es tiempo de estar atentos y mucho más, de comenzar a actuar para que nuestros panoramas sean mucho más alentadores y esperanzadores.
México no puede tener como principal oferta un futuro ennegrecido para sus jóvenes, y mucho menos podemos decir que simplemente no hay nada que hacer. Por el contrario, es momento de actuar y transformar esta realidad que, sin duda alguna, a nadie beneficia.
Las multitudes arrastran a otras multitudes, afirma Elías Canetti en su célebre texto de Masa y poder. Estos arrastres pueden ser de diversos tipos y magnitudes y, cuando están vinculados a cuestiones de política, pueden llevar fácilmente a la revuelta.
Octavio Paz diferenciaba a la revuelta de la revolución, estableciendo que la primera no tiene como efecto la transformación radical de las sociedades. La revuelta cumple la función de la denuncia, de la manifestación del descontento, es síntoma de un malestar social mayor ante circunstancias generalmente de injusticia, intolerancia, represión, desigualdad y, desde luego, pobreza.
La revuelta también es ocasional y termina con la represión o bien con una especie de “disolución espontánea”. No es fruto de una propuesta ideológica o de la pretensión de llegar al poder (como sí ocurre en las revoluciones). La revuelta no tiene programa de acción, sus vaivenes están marcados antes bien por el ritmo de la vorágine, el descontento y el afán de destruir todo aquello que oprime o que parece hacerlo.
Las revueltas son por ello mucho más violentas que otros movimientos sociales, en tanto que no hay racionalidad organizativa del movimiento, no hay líderes visibles, sino aquellos que en el “momento de la masa” asumen su conducción. No hay disciplina, por el contrario, existen el desfogue, la explosión masiva de odios, frustraciones y descontentos acumulados a través de años de exclusión social y privación de derechos humanos fundamentales.
No hay tiempos para las revueltas, es decir, no son predecibles, no son programadas y, por lo tanto, pueden aparecer en el momento menos pensado o esperado. Por ello, cuando una sociedad ha generado los “caldos de cultivo” necesarios para que las condiciones de una revuelta aparezcan, debe tenerse mucho cuidado y debe estarse muy atento a cómo se está procesando el conflicto social y cuáles son las medidas de política que los gobiernos asumen para evitar las tragedias que generalmente vienen asociadas a este tipo de movilizaciones.
Ya hemos visto que no es necesario que haya extrema pobreza para que esto ocurra. En la ciudad de Los Ángeles, uno de los enclaves económicos más poderosos del mundo, vimos cómo en 1984 la discriminación y el racismo fueron los detonantes de una movilización y unos disturbios sin precedentes en la historia estadunidense contemporánea. París fue el reciente escenario de episodios de violencia, igualmente provocados por la exclusión, la desesperación y la frustración de miles de jóvenes excluidos del bienestar y del cumplimiento de sus derechos.
Los datos que tenemos en México deben situarnos en un estado de alerta y atención mayor. Miles, millones de jóvenes, están hoy en las calles sin estudiar y sin trabajar, excluidos de un sistema educativo que no sólo carece de las capacidades para absorber a todos, sino que además continúa siendo de muy mala calidad. En los últimos años hemos padecido un déficit de empleo cuya fuga de escape más efectiva se ha encontrado en el drama de la migración, documentada e indocumentada, que nos ha llevado a la recomposición de las dinámicas sociales y familiares cuyas consecuencias aún estamos lejos de conocer.
La presencia del narcotráfico y el crimen organizado ha llevado a una estrategia de alta intervención militar en las calles, que puede estar generando más miedo que certidumbre en la población, en particular de los jóvenes, los niños y los adultos mayores, quienes son y han sido siempre los grupos más desprotegidos y vulnerables en nuestro país.
Una sociedad con cientos de miles de jóvenes condenados a literalmente no hacer nada, es una sociedad en la que la revuelta es siempre una posibilidad y, sobre todo, un riesgo que no puede ni debe buscar prevenirse y evitarse con más presencia policiaca, sino con más escuelas, más universidades públicas, más creación de empleo y, por supuesto, muchas más y mejores oportunidades para la realización efectiva de los derechos humanos y sociales.
No sabemos qué está pasando en los “sustratos” de la sociedad y mucho menos en los espacios que viven y están construyendo en el día a día nuestros jóvenes. Hoy es tiempo de estar atentos y mucho más, de comenzar a actuar para que nuestros panoramas sean mucho más alentadores y esperanzadores.
México no puede tener como principal oferta un futuro ennegrecido para sus jóvenes, y mucho menos podemos decir que simplemente no hay nada que hacer. Por el contrario, es momento de actuar y transformar esta realidad que, sin duda alguna, a nadie beneficia.
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