Mario Luis Fuentes
Lunes 17 de marzo de 2008
Negar que la política debe estar regida por la ética constituye, en términos lógicos, una contrictio in adjecto; esto es así, porque alejada de la ética la política se convierte en irracionalidad, en tiranía de uno o de varios sobre las mayorías y, sobre todo, abre la puerta a las tentaciones de la violencia, el autoritarismo y de los amantes de la guerra y la injusticia.
A pesar del pragmatismo de muchos políticos de la Grecia antigua, ninguno se atrevió, al menos públicamente, a negar el valor y la importancia de la ética en tanto eje de articulación de la política. Así, Solón o Pericles, y desde el ámbito de la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles, nunca cejaron en su empeño de exigir a los gobernantes asumir que la política constituye el ejercicio de la mayor de las virtudes en la comunidad política.
En nuestra modernidad, siempre envuelta en tensiones y contradicciones, la ética ha tratado de ser expulsada distintas veces del ejercicio de la política, en aras de justificar un pragmatismo que hace un énfasis estricto en la eficacia y en la búsqueda del poder a toda costa y prácticamente a cualquier costo.
Empero, asumirlo así constituye dejar de hacer política. La política en su esencia es el ejercicio de un diálogo permanente, de un duelo entre inteligencias en el que la conciencia derrotada nunca lo es definitivamente, porque en el diálogo lo que impera es la tolerancia y el respeto mutuo y, porque en donde no hay reconocimiento explícito de la igualdad, el ejercicio de la comunicación es simplemente imposible.
Para los pensadores clásicos, una discusión en torno a si la ética forma parte sustancial de la política hubiese resultado absurda. Esto era así, porque para ellos resultaba evidente que, más allá de la ley, los hombres de Estado debían sujetarse a las más estrictas normas de actuación, disciplina y prudencia, a fin de evitar en todo momento cualquier crítica, fundada o infundada, en el ejercicio del poder.
Plutarco, filósofo nacido en el primer siglo de nuestra era, se pregunta en una de sus obras, pensando en el hombre de Estado: ¿Cómo puede un político vengarse de sus enemigos? La respuesta en nuestro contexto podría resultar quizás ingenua, de no ser tan poderosa y aleccionadora: “Siendo tú mismo bueno y honrado”. Y agrega Plutarco: “Por eso, el que ve que su enemigo es un rival de su vida y su fama, pone más atención en sí mismo, examina con cuidado sus acciones y ordena su vida”.
Hoy que vivimos en medio de un país dividido, en el que el encono político es la nota de todos los días y en el que las discusiones fundamentales del país se están relegando en aras de la descalificación, es momento de exigir a los políticos la consigna de Plutarco.
El hombre de Estado no puede ser valorado con base en la ética cotidiana, nos dice Tolstoi, pero, por ello mismo, es exigible para quien toma decisiones públicas ir mucho más allá de lo que la ley le marca y retraerse de cualquier acción que pueda llevarlo a la sospecha y a la pérdida de la confianza, la cual es la base de cualquier negociación o posibilidad de diálogo en torno a las decisiones fundamentales que requiere nuestro país.
México está atrapado en el lenguaje leguleyo en el que cualquier resquicio es aprovechado para limpiar expedientes o justificar acciones de suyo y a todas vistas inmorales. Un país, cualquiera que éste sea, requiere liderazgo ético y moral de sus políticos. Por ello, cuando esto no ocurre, la falta de respeto a la ley, la impunidad, la violencia y la corrupción pueden fácilmente arraigarse en el tejido social, con consecuencias funestas para todos.
No es posible que nuestra clase política esté atrapada en escándalos recurrentes: si es legal o no lo que hacen es lo de menos. Lo importante es que hoy no hay una clase política que pueda responder éticamente ante la ciudadanía, porque hoy las élites están atrapadas en medio de intereses que, por su dimensión, bien pueden ser calificados de siniestros.
México necesita un liderazgo que pueda generar certidumbre y confianza en la población; empero, un liderazgo así no puede nacer en un contexto de poder en el que desde hace varios años se han antepuesto los intereses del dinero, a los de la ética y al interés general de la población.
Hoy es momento de construir una forma distinta de hacer política; de asumir que es la ética la columna vertebral de la actuación del hombre de Estado, y que la desigualdad, el encono y la división que privan en nuestro país, sólo serán superados cuando los políticos estén tan lejos del escándalo que les sea posible pensar en serio sobre un proyecto de país de alcances mayores.
Negar que la política debe estar regida por la ética constituye, en términos lógicos, una contrictio in adjecto; esto es así, porque alejada de la ética la política se convierte en irracionalidad, en tiranía de uno o de varios sobre las mayorías y, sobre todo, abre la puerta a las tentaciones de la violencia, el autoritarismo y de los amantes de la guerra y la injusticia.
A pesar del pragmatismo de muchos políticos de la Grecia antigua, ninguno se atrevió, al menos públicamente, a negar el valor y la importancia de la ética en tanto eje de articulación de la política. Así, Solón o Pericles, y desde el ámbito de la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles, nunca cejaron en su empeño de exigir a los gobernantes asumir que la política constituye el ejercicio de la mayor de las virtudes en la comunidad política.
En nuestra modernidad, siempre envuelta en tensiones y contradicciones, la ética ha tratado de ser expulsada distintas veces del ejercicio de la política, en aras de justificar un pragmatismo que hace un énfasis estricto en la eficacia y en la búsqueda del poder a toda costa y prácticamente a cualquier costo.
Empero, asumirlo así constituye dejar de hacer política. La política en su esencia es el ejercicio de un diálogo permanente, de un duelo entre inteligencias en el que la conciencia derrotada nunca lo es definitivamente, porque en el diálogo lo que impera es la tolerancia y el respeto mutuo y, porque en donde no hay reconocimiento explícito de la igualdad, el ejercicio de la comunicación es simplemente imposible.
Para los pensadores clásicos, una discusión en torno a si la ética forma parte sustancial de la política hubiese resultado absurda. Esto era así, porque para ellos resultaba evidente que, más allá de la ley, los hombres de Estado debían sujetarse a las más estrictas normas de actuación, disciplina y prudencia, a fin de evitar en todo momento cualquier crítica, fundada o infundada, en el ejercicio del poder.
Plutarco, filósofo nacido en el primer siglo de nuestra era, se pregunta en una de sus obras, pensando en el hombre de Estado: ¿Cómo puede un político vengarse de sus enemigos? La respuesta en nuestro contexto podría resultar quizás ingenua, de no ser tan poderosa y aleccionadora: “Siendo tú mismo bueno y honrado”. Y agrega Plutarco: “Por eso, el que ve que su enemigo es un rival de su vida y su fama, pone más atención en sí mismo, examina con cuidado sus acciones y ordena su vida”.
Hoy que vivimos en medio de un país dividido, en el que el encono político es la nota de todos los días y en el que las discusiones fundamentales del país se están relegando en aras de la descalificación, es momento de exigir a los políticos la consigna de Plutarco.
El hombre de Estado no puede ser valorado con base en la ética cotidiana, nos dice Tolstoi, pero, por ello mismo, es exigible para quien toma decisiones públicas ir mucho más allá de lo que la ley le marca y retraerse de cualquier acción que pueda llevarlo a la sospecha y a la pérdida de la confianza, la cual es la base de cualquier negociación o posibilidad de diálogo en torno a las decisiones fundamentales que requiere nuestro país.
México está atrapado en el lenguaje leguleyo en el que cualquier resquicio es aprovechado para limpiar expedientes o justificar acciones de suyo y a todas vistas inmorales. Un país, cualquiera que éste sea, requiere liderazgo ético y moral de sus políticos. Por ello, cuando esto no ocurre, la falta de respeto a la ley, la impunidad, la violencia y la corrupción pueden fácilmente arraigarse en el tejido social, con consecuencias funestas para todos.
No es posible que nuestra clase política esté atrapada en escándalos recurrentes: si es legal o no lo que hacen es lo de menos. Lo importante es que hoy no hay una clase política que pueda responder éticamente ante la ciudadanía, porque hoy las élites están atrapadas en medio de intereses que, por su dimensión, bien pueden ser calificados de siniestros.
México necesita un liderazgo que pueda generar certidumbre y confianza en la población; empero, un liderazgo así no puede nacer en un contexto de poder en el que desde hace varios años se han antepuesto los intereses del dinero, a los de la ética y al interés general de la población.
Hoy es momento de construir una forma distinta de hacer política; de asumir que es la ética la columna vertebral de la actuación del hombre de Estado, y que la desigualdad, el encono y la división que privan en nuestro país, sólo serán superados cuando los políticos estén tan lejos del escándalo que les sea posible pensar en serio sobre un proyecto de país de alcances mayores.
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