Mario Luis Fuentes
Lunes 16 de junio de 2008
Estamos a menos de 120 días de que comience formalmente el año electoral de 2009 y, hoy como nunca, los tiempos políticos son vitales en la definición de estrategias y rutas de acción tanto para el gobierno federal como para los de los estados y los municipales.
En ese contexto, se ha planteado en los últimos meses la necesidad de llevar a cabo reformas a la Ley General de Desarrollo Social, a fin de lograr la imparcialidad de los gobiernos en los procesos electorales, así como evitar el uso político de los recursos destinados a la generación del desarrollo social y el combate a la pobreza.
A pesar de que estas reformas son importantes, el contexto social nacional e internacional debe obligarnos a concebir a las políticas sociales como ejes estratégicos en la construcción del gobierno, y no sólo acciones secundarias o residuales de las políticas económicas.
Una concepción así, con respecto a la política social, requiere sin embargo un conjunto de reformas que puedan establecer en el marco jurídico criterios claros que permitan la plena garantía de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población y que, en esa lógica, establezcan mecanismos para construir un sentido compartido de acción en todo el país.
Debe insistirse en que la reforma a la Ley General de Desarrollo Social debería articularse con un conjunto de reformas a otros ordenamientos jurídicos tales como la Ley General de Planeación, la Ley de Coordinación Fiscal, la Ley de Asistencia Social, entre otros, con la finalidad de articular un sólido marco jurídico que no sólo asigne más responsabilidades, sino dote a las instituciones de capacidades y recursos para cumplir con sus mandatos.
Reducir la reforma del marco jurídico social a un asunto de rendición de cuentas y a evitar el uso político de los recursos asignados al desarrollo significa secuestrar a lo social y convertirlo en rehén de disputas de coyuntura que en otras ocasiones nos ha llevado al absurdo de una semiparálisis en la operación de los principales programas de combate a la pobreza.
Es claro que la crisis de los precios de los energéticos, que ha generado una escalada en los costos de los combustibles, la energía eléctrica y otros factores determinantes de la producción y la satisfacción de necesidades básicas, combinada con el acelerado proceso inflacionario en los precios de los alimentos, el cual se prevé que se mantenga constante al menos hasta 2015, debe llevarnos a una profunda reflexión sobre uno de los temas urgentes que hemos postergado y hoy es inaplazable enfrentarlo en México: la profunda desigualdad que nos ha convertido en un país a todas luces injusto.
En ese sentido, la reforma jurídica que debe plantearse para lo social debe estar cimentada en objetivos de largo plazo, que nos permitan pensar en un país equitativo y en el cual todos podamos ver cumplidos nuestros derechos.
De poco nos servirá contar con más recursos, ya sean provenientes de los impuestos o de la renta petrolera, si no poseemos al mismo tiempo reglas del juego claras en la determinación sobre cómo distribuir de manera justa la riqueza social, lo cual implica una reforma que tenga como alcance final una profunda transformación de las instituciones, con el fin de garantizar justicia social y desarrollo humano.
Hoy, cualquier reforma del marco jurídico de lo social debe partir del reconocimiento de que es necesario garantizar un piso básico de derechos universales que, al mismo tiempo, logre reducir, si no es que eliminar, la enorme dispersión, desarticulación y divergencia entre distintas leyes federales, con marcos jurídicos que en los estados han hecho aún más compleja la operación y el funcionamiento de los programas y de las instituciones.
Para lograr lo anterior es necesario pensar de manera distinta a como lo hemos hecho en los últimos 30 años, en los cuales no hemos sido capaces de trastocar las dinámicas de exclusión y concentración excesiva del ingreso en unas cuantas manos, lo cual ha sido posible debido a un funcionamiento regresivo de las instituciones, pero también por la estructura de un entramado jurídico sin la articulación necesaria para garantizar la integralidad de las políticas pero, sobre todo, regular la vida social de tal forma que no haya unos cuantos ganadores frente a millones de excluidos del bienestar, como nos sucede ahora.
Debemos ser capaces de volver a una visión desde la cual una crítica de la economía política sea posible y, en función de ella, pueda iniciarse un proceso de diálogo ampliado para construir un marco jurídico a la inclusión, que restituya pactos fundamentales pero, sobre todo, que nos dé la posibilidad de construir un nuevo horizonte para el futuro de nuestro país.
Estamos a menos de 120 días de que comience formalmente el año electoral de 2009 y, hoy como nunca, los tiempos políticos son vitales en la definición de estrategias y rutas de acción tanto para el gobierno federal como para los de los estados y los municipales.
En ese contexto, se ha planteado en los últimos meses la necesidad de llevar a cabo reformas a la Ley General de Desarrollo Social, a fin de lograr la imparcialidad de los gobiernos en los procesos electorales, así como evitar el uso político de los recursos destinados a la generación del desarrollo social y el combate a la pobreza.
A pesar de que estas reformas son importantes, el contexto social nacional e internacional debe obligarnos a concebir a las políticas sociales como ejes estratégicos en la construcción del gobierno, y no sólo acciones secundarias o residuales de las políticas económicas.
Una concepción así, con respecto a la política social, requiere sin embargo un conjunto de reformas que puedan establecer en el marco jurídico criterios claros que permitan la plena garantía de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población y que, en esa lógica, establezcan mecanismos para construir un sentido compartido de acción en todo el país.
Debe insistirse en que la reforma a la Ley General de Desarrollo Social debería articularse con un conjunto de reformas a otros ordenamientos jurídicos tales como la Ley General de Planeación, la Ley de Coordinación Fiscal, la Ley de Asistencia Social, entre otros, con la finalidad de articular un sólido marco jurídico que no sólo asigne más responsabilidades, sino dote a las instituciones de capacidades y recursos para cumplir con sus mandatos.
Reducir la reforma del marco jurídico social a un asunto de rendición de cuentas y a evitar el uso político de los recursos asignados al desarrollo significa secuestrar a lo social y convertirlo en rehén de disputas de coyuntura que en otras ocasiones nos ha llevado al absurdo de una semiparálisis en la operación de los principales programas de combate a la pobreza.
Es claro que la crisis de los precios de los energéticos, que ha generado una escalada en los costos de los combustibles, la energía eléctrica y otros factores determinantes de la producción y la satisfacción de necesidades básicas, combinada con el acelerado proceso inflacionario en los precios de los alimentos, el cual se prevé que se mantenga constante al menos hasta 2015, debe llevarnos a una profunda reflexión sobre uno de los temas urgentes que hemos postergado y hoy es inaplazable enfrentarlo en México: la profunda desigualdad que nos ha convertido en un país a todas luces injusto.
En ese sentido, la reforma jurídica que debe plantearse para lo social debe estar cimentada en objetivos de largo plazo, que nos permitan pensar en un país equitativo y en el cual todos podamos ver cumplidos nuestros derechos.
De poco nos servirá contar con más recursos, ya sean provenientes de los impuestos o de la renta petrolera, si no poseemos al mismo tiempo reglas del juego claras en la determinación sobre cómo distribuir de manera justa la riqueza social, lo cual implica una reforma que tenga como alcance final una profunda transformación de las instituciones, con el fin de garantizar justicia social y desarrollo humano.
Hoy, cualquier reforma del marco jurídico de lo social debe partir del reconocimiento de que es necesario garantizar un piso básico de derechos universales que, al mismo tiempo, logre reducir, si no es que eliminar, la enorme dispersión, desarticulación y divergencia entre distintas leyes federales, con marcos jurídicos que en los estados han hecho aún más compleja la operación y el funcionamiento de los programas y de las instituciones.
Para lograr lo anterior es necesario pensar de manera distinta a como lo hemos hecho en los últimos 30 años, en los cuales no hemos sido capaces de trastocar las dinámicas de exclusión y concentración excesiva del ingreso en unas cuantas manos, lo cual ha sido posible debido a un funcionamiento regresivo de las instituciones, pero también por la estructura de un entramado jurídico sin la articulación necesaria para garantizar la integralidad de las políticas pero, sobre todo, regular la vida social de tal forma que no haya unos cuantos ganadores frente a millones de excluidos del bienestar, como nos sucede ahora.
Debemos ser capaces de volver a una visión desde la cual una crítica de la economía política sea posible y, en función de ella, pueda iniciarse un proceso de diálogo ampliado para construir un marco jurídico a la inclusión, que restituya pactos fundamentales pero, sobre todo, que nos dé la posibilidad de construir un nuevo horizonte para el futuro de nuestro país.
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