29 de diciembre de 2008
La violencia, tanto la social como la que genera el crimen organizado, está llegando a niveles intolerables, sobre todo si se considera que nuestra aspiración debe orientarse a vivir en un Estado social de derecho, en donde la democracia, la legalidad y la protección de los derechos humanos sean los ejes sobre los que se construya y desarrolle la vida cotidiana.
El poder de robar, de secuestrar o de asesinar, constituye una forma de poder ilegítima; es también una forma de poder cruel si se le ve desde una posición ética, y es atentatoria de la dignidad humana desde una perspectiva anclada en la tradición de los derechos humanos.
En esta lógica, las instituciones del Estado tienen, además de la responsabilidad de brindar seguridad a la población, la de garantizar que ésta pueda vivir en un entorno en el que el desarrollo social sea posible; en el que la prosperidad esté al alcance de todas las familias y en el que las oportunidades para la realización de los proyectos de vida sean equitativas.
Preocupantemente en México no se están cumpliendo ni la una ni la otra; por el contrario, la escalada de violencia parece no tener fin y en los últimos meses estamos siendo testigos de nuevas formas de actuación del crimen organizado, que constituyen verdaderos atentados terroristas y graves afrentas a las instituciones del Estado.
Las granadas que fueron arrojadas la noche del 15 de septiembre en contra de la población civil en Morelia y la reciente ejecución de ocho miembros del Ejército Mexicano en el estado de Guerrero, quienes fueron torturados y decapitados, son dos de los puntos de mayor envergadura en el reto que los narcotraficantes están planteando al Estado.
El primero porque, además de ser un acto de cobardía y sadismo, tuvo como propósito sembrar el terror entre la población civil; el segundo, porque el mensaje al Estado es de un completo desacato de la Ley, del Estado de derecho y de un virtual desconocimiento de la autoridad en su más alto nivel, que en el ámbito de seguridad se encarna en nuestras Fuerzas Armadas.
El ataque directo a los activos del Ejército debe ser asumido en toda la complejidad de lo que implica y se debe actuar en consecuencia. Nuestras Fuerzas Armadas han sido en los últimos años uno de los principales símbolos de lealtad al país, así como del apego a los más altos valores patrióticos que tenemos como mexicanos. Han sido también la institución al frente de la acción pública en situaciones de desastre, protegiendo a la población vulnerada, y cuentan con un amplio programa de intervención social en comunidades pobres.
Todo esto tiene que ser protegido, pues si bien los miembros de las Fuerzas Armadas han jurado defender con su vida la integridad de la República, su participación en la lucha contra el narcotráfico las está situando en circunstancias de nuevos riesgos en cuanto a su presencia y dimensión institucional, pues no es su tarea Constitucional, en sentido estricto, la de luchar en contra del crimen organizado.
La guerra contra el narco es una que definitivamente no se puede perder; pero parece que la estrategia no está funcionando del todo ni tan bien como sería deseable. En ese sentido, se requiere del replanteamiento de las tácticas y de las acciones en las que intervienen las Fuerzas Armadas y quizá construir nuevos cuerpos que puedan asumir la fuerza de tarea para mejorar las capacidades de patrullaje, persecución e investigación de las estructuras y capacidades de los grupos criminales.
Empero, lo anterior tendría poca efectividad si en el contexto de la crisis económica que vivimos no se construye de manera simultánea una nueva estrategia de intervención en lo social. Es cierto que el crecimiento de la criminalidad no es causa directa del incremento en los niveles de pobreza; pero también es cierto que en medio de la desigualdad y del hambre, las posibilidades de que más población se vea involucrada en la cultura de la ilegalidad, es mayor.
En medio de todo esto, lo evidente es que, frente a los ataques del narcotráfico en contra del Ejército, sólo caben dos posibilidades: o se trata de una actitud de abierto desafío o bien son actos de desesperación de los grupos criminales debido a las bajas y pérdidas que han tenido en esta cruenta lucha. Por el bien del país, lo deseable es que se trate de la segunda opción, porque de ser la primera, lo que habrá de venir en los próximos meses sería más violencia, sangre en las calles y mucha más incertidumbre social. Y no sabemos a ciencia cierta si en México estamos preparados y dispuestos a vivir más de esto.
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