19 de enero de 2009
El escenario del crecimiento cero para la economía en 2009 constituye un punto de inflexión para México. Es cierto que esta situación es resultado de la profunda crisis financiera internacional, pero lo es también el hecho de que aquí no hemos mejorado la calidad ni los niveles de educación; se abandonaron las nociones de un desarrollo regional equilibrado; no hemos mejorado ni el ingreso ni el poder adquisitivo de la población en 15 años, las desigualdades se han acrecentado, y hemos renunciado a toda posibilidad de que el Estado sea el conductor de los esfuerzos para el crecimiento y los desarrollos social y humano.
Como consecuencia, un mercado cada vez más voraz se apoderó de muchas de las instituciones públicas de regulación; nuestro escenario económico se vio cada vez más anclado a poderosos monopolios en sectores estratégicos y, sobre todo, la incertidumbre jurídica en todos los ámbitos públicos se incrementó de la mano de la corrupción y de los malos manejos de recursos e instituciones gubernamentales.
Paradójicamente ni la alternancia en el poder ni las jóvenes estructuras e instituciones democráticas con las que contamos se han convertido en palancas del desarrollo. Y los partidos políticos, lejos de recurrir a la reforma interna y a la renovación ideológica y de sus cuadros políticos, asumieron lógicas sectarias y renunciaron a la innovación en sus propuestas y en sus plataformas ideológicas.
La delincuencia, no está demás subrayarlo, campea en todo el país, y la violencia se ha instalado como una dramática forma de vida que lastima y vulnera a las relaciones personales, de pareja y de familia, generando escenarios inéditos de maltrato, abuso y tratos infamantes en contra de los más vulnerables.
En este contexto la incertidumbre de la población crece. Las encuestas más recientes sobre la confianza y el estado de ánimo de los mexicanos muestran retrocesos importantes en materia de sensación de bienestar, proyectos de futuro y confianza en sus entornos e instituciones. Todos ellos son activos imprescindibles para incrementar la competitividad, la productividad y la posibilidad de rendimientos crecientes en el desempeño económico y la convivencia social.
La complejidad de estos elementos es mayúscula y cada vez es más evidente que el diseño de las instituciones de nuestro país se encuentra rebasado para enfrentar con oportunidad los retos que un escenario de esta naturaleza nos impone.
Al contrario de generar un proceso de reflexión y diálogo mayor sobre cómo y con base en qué prioridades habría que emprender un largo proceso de reforma social del Estado, el gobierno y los partidos políticos siguen atrapados en discusiones ajenas a la realidad y a los problemas urgentes que tenemos que resolver.
Así, mientras se discuten con criterios electorales montos y presupuestos, la gente tiene que salir a la calle con la incertidumbre de si regresará a casa aún con empleo; aquellos que ya lo perdieron o que estaban desempleados, con la incertidumbre de si volverán con lo suficiente para comer y, no es exagerado decirlo, las cada vez más amplias filas de los indigentes, viven el drama de la sobrevivencia y la incertidumbre sobre la posibilidad siquiera del mañana.
El crecimiento cero de la economía implica pérdida de fuentes de trabajo y que quienes se incorporan al mercado laboral no encuentren puestos de trabajo. Además, implica que quienes viven la informalidad o la precariedad laboral verán recrudecerse las dificultades y las posibilidades de mantener sus ya de por sí mermados recursos.
Nos urge una revisión del entramado institucional. Si en 1995 se inició el diseño del hoy llamado Programa Oportunidades con el fin de contener los efectos de la crisis económica, hoy, ante el dilema no sólo de las dificultades internas sino de un modelo de globalidad fallido, bien valdría la pena reflexionar si lo que necesitamos no es una nueva estrategia para responder con mayor eficacia a los dilemas de una realidad que ya nos desbordó y cuyas aguas están subiendo aceleradamente.
La gran reforma hasta ahora pospuesta es la reforma social, la cual implica asumir con seriedad la redefinición de las dimensiones, las facultades y las responsabilidades del Estado y, con ello, poner al centro de discusión como categoría principalísima al trabajo digno. Ello implica, a su vez, redefinir el entramado institucional que favorece la desigualdad; romper los perversos círculos de reproducción de la pobreza, así como la construcción de nuevas estrategias para hacer frente a fenómenos tan complejos como el cambio climático, una nueva era de tráficos y migraciones, y toda una nueva agenda de problemas sociales asociados a la salud mental de las personas.
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