Hacía muchos años que un político no captaba la atención mundial como lo ha hecho el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. El último liderazgo mundial que atrajo poderosamente las miradas de todo el planeta fue el de Mijaíl Gorbachov, debido a su capacidad transformadora de la ex Unión Soviética.
Hay algunos paralelismos entre las vidas de ambos políticos. Gorbachov provenía de una familia de campesinos y logró culminar estudios en Derecho en la Universidad de Moscú, la más importante en la ex URSS. Completó sus estudios con un posgrado en agronomía y regresó a su región de origen a fin de enfrentar, con mucho éxito, los problemas sociales derivados de una sequía devastadora en 1968. A partir de su trabajo en la comunidad, se afilió al Partido Comunista e inició una meteórica carrera política. Fue electo presidente del Comité del Soviet Supremo en 1970; del Comité Central del Partido en 1971 y del Politburó en 1980.
Una vez en ese cargo, se convirtió en un símbolo de transformación en su país, no sólo en términos de un relevo generacional, sino, sobre todo, de una renovación política y de visión sobre lo que debía ser el Estado soviético, su papel en las relaciones internacionales y la generación de un orden internacional distinto.
El planteamiento de las llamadas Glasnost (transparencia) y la Perestroika (reestructuración política y económica) significó un cambio no sólo en la ex URSS, sino el fin de la Guerra Fría, la transformación del orden global de un “régimen bipolar” a uno regido por la hegemonía de la superpotencia EU, con algunos polos de poder regional en Europa y Asia.
Es muy temprano para poder prever los efectos que tendrá tanto en Estados Unidos como para el orden global la presidencia de Barack Obama, pero lo que se ha visto hasta ahora es una férrea disciplina de acción en la que se está avanzando en el cumplimiento de las ofertas de campaña y aun de las que había hecho antes como senador en el Congreso federal de aquel país.
Los nombramientos en el gabinete presidencial, en los puestos de asesoría clave del gobierno, y la medida anunciada el jueves sobre la prohibición de las cárceles de la CIA y la revisión de Guantánamo, son ya no sólo pronunciamientos. Son decisiones de un poderío simbólico mayor que permiten prever medidas del mismo calado en otras áreas estratégicas para la administración estadunidense, tales como el sistema de salud pública, el sistema educativo y, por supuesto, los mecanismos de regulación de Wall Street y en general de los fundamentos de la dinámica económica de la Unión Americana, así como la global.
En México aún estamos a tiempo de reconstruir un proyecto que nos dé garantías de viabilidad para el desarrollo en los años por venir. Empero, eso requiere que la Presidencia de la República comprenda que debe salirse de la disputa electoral de 2009 y plantear un proyecto de gobierno para enfrentar la crisis social, en el cual estén incluidas todas las visiones que hay sobre México.
Se ha argumentado desde la Presidencia de la República que en México planteamos, al igual que en EU, un programa de recuperación del empleo, un plan de contingencia para enfrentar la recesión, así como un gran programa nacional de infraestructura.
El problema está una vez más en la cuestión en torno a desde dónde y cómo se dicen las cosas. El lenguaje, nos enseñaba Octavio Paz, es la síntesis entre el arco y la lira, pronunciado desde una historia de vida que lo respalda se convierte en la más poderosa de las vanguardias; pronunciado desde la arrogancia del poder puede convertirse en un dragón envenenado capaz de devorar a quien lo pronuncia.
Es cierto que Obama ha recurrido a simbolismos religiosos, pero su laicismo no ha sido puesto a prueba; también lo es que ha apelado al discurso de la esperanza, pero ha comenzado a actuar en el cumplimiento de sus promesas; es cierto que ha convocado a la unidad, y en función de ello no formó un “gabinete de leales”, sino de las mejores mujeres y los mejores hombres; es cierto que Obama ha llamado a la reconciliación, y ha operado políticamente para lograr el apoyo de los republicanos para impulsar las reformas planteadas.
En México, por el contrario, el gobierno no ha logrado aún cimentar liderazgos nacionales y regionales, capaces de convocar a las diferencias y de sumarlas en un proyecto compartido.
Se debe comprender que el hecho de “decir” no implica que las cosas ya estén hechas. Nunca es tarde para comenzar a ser ejemplar y hoy el gobierno mexicano tiene no sólo la oportunidad y el reto de hacerlo, sino la enorme responsabilidad que la historia y sobre todo nuestra Constitución le mandan.
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