12 de enero de 2009
Generar acuerdos implica hablar de las mismas cosas, sí, pero también comprender y asumir las perspectivas desde las que el otro habla. El consenso implica asumir los antecedentes y las consecuencias de las palabras, porque éstas, aun siendo las mismas, pueden estar cargadas de significados radicalmente opuestos, dependiendo de los contextos y, sin duda, de los emisores.
Por ello es importante acercarse a los pronunciamientos que recientemente ha hecho la Presidencia de la República ante la crisis económica, y los que articulan la propuesta que está planteando el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama.
Poner en perspectiva ambos discursos implica, en primer término, destacar el “tono” en el que se han pronunciado. En esa lógica, el dramatismo planteado por el presidente electo Obama es digno de llamar la atención, pues plantea una disyuntiva mayúscula para su país y el resto del mundo: o se supera con éxito la crisis o el proyecto del “sueño americano” estará cancelado al menos en el mediano plazo, es decir, en los próximos 15 o 20 años.
En nuestro país destaca el optimismo con respecto a que el “crecimiento cero” es una buena noticia, si se considera que hace diez años hubiese significado algo mucho peor. Explicación a todas luces maniquea, pues desde el gobierno no es válido plantear los logros con respecto a lo obtenido en el pasado, sino en relación con nuestras capacidades actuales y la construcción de perspectivas de futuro.
En ese sentido, el discurso de Barack Obama avanza con una agresividad inusual: se reformará la manera de hacer política en Washington y el Estado asumirá una posición seria de regulación frente al mercado. Definiciones mayores, pues de llevarse a cabo van a generar verdaderas ondas de choque entre los grupos de poder económico y político que, aun diezmados ante la crisis, mantienen muchos de los hilos de la burocracia y el poder estadunidense.
Por el contrario, en México la propuesta del plan anticrisis, mediado por un acuerdo en el que sólo el gobierno asumió compromisos (lo cual pone en severa cuestión si se trata o no de un acuerdo real), se ha reducido a contener los precios de los bienes y servicios que otorga y presta la autoridad, pero no se ha planteado ninguna reforma a los instrumentos y mecanismos de regulación económica, aun con las lecciones ya aprendidas de los recientes ataques especulativos que han puesto a empresas irresponsables al borde de la quiebra y a la economía nacional en momentos de fragilidad preocupantes.
El discurso presentado el pasado jueves por el presidente electo Obama fue pronunciado en una Universidad. En ese sentido, el contexto cuenta, los lugares y los escenarios también y, hablar de una profunda reforma ética y política en Washington en una casa del pensamiento, es un asunto mayor.
Desde ahí, el planteamiento de Obama, en el sentido de reconsiderar los esquemas de “reclutamiento” de los mejores estudiantes de las universidades públicas hacia Wall Street o a la iniciativa privada, para transitar a un esquema en el que se apoye más su inserción en la educación, la investigación e incluso la administración pública, debería ser retomado en México y, con ello, buscar nuevas alternativas para el desarrollo y la equidad.
Por el contrario, en nuestro país, el anuncio del “gran acuerdo nacional” para contener la crisis se llevó a cabo ante “los mismos de siempre” y con base en los usos y costumbres de siempre. No hay planteamientos de renovación ni de transformaciones estructurales; se trata, pareciera, una vez más, de la agenda del día siguiente con un discurso desgastado y que ya no convence a nadie.
La capacidad de transformar a un país depende de tomar decisiones de gran calado; pero también de la de comunicar y convocar a la ciudadanía a la construcción de un proyecto común. Y aquí, una vez más, quién y cómo lo dice, importa.
La evidencia de que en nuestro país el discurso político es no sólo ineficaz sino vacuo, debe constituir un llamado de atención a toda la clase política. Lo que se dice requiere el respaldo de lo que se hace y se ha hecho a lo largo de la vida; lo que lleva a la reflexión de si lo que necesitamos no es una profunda renovación en todas las esferas de la vida pública nacional.
México requiere profundas transformaciones, pero éstas no pueden llevarse a cabo desde un pensamiento que es incapaz siquiera de reconstruir sus capacidades para la convocatoria y el discurso públicos. Como lo dijo Rolando Cordera, en una reciente conferencia, ante la carencia del recurso, al menos sería deseable la oferta de un buen discurso. Hoy carecemos de ello.
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