1 de junio de 2009
Una democracia sin un diálogo político fructífero es una calamidad. También, una democracia en la que por falta de ese diálogo, las y los ciudadanos creen en su mayoría que no viven en un régimen democrático y menos de 10% dice tener “mucha confianza” en las instituciones que con mayor credibilidad pública debieran contar: legisladores, jueces y policías.
La pobreza no ha menguado en los últimos 15 años y lo más que se ha logrado es reducirla por periodos muy cortos, para regresar, en una especie de marea social trágica, a lo que pretendíamos haber superado con políticas que hoy evidencian estar desbordadas y sin capacidad para afrontar las dimensiones de la crisis que amenaza con hacer trizas las frágiles estructuras de bienestar del país.
La desigualdad sigue siendo el mayor de los males sociales; los niveles de ingreso siguen polarizándose entre las clases que más tienen y los grupos más desfavorecidos. La banca social ha desaparecido; el agio y la usura hacen presa de los muy necesitados y las brechas entre las regiones urbanas y las rurales y, sobre todo, ante las comunidades indígenas, se ensanchan cada vez más.
El campo mexicano es un desastre. Los efectos del cambio climático, expresado en sequías y lluvias torrenciales principalmente, las primeras en el norte y el centro del país y las segundas en el sursureste, han hecho manifiesta la vulnerabilidad del país en materia de seguridad alimentaria y capacidad de producción agrícola.
Ante ello, los programas Procampo, Alianza para el Campo, Aserca y otros están diseñados fundamentalmente desde una perspectiva de asistencia social que ya no alcanza para detonar procesos de reconversión que permitan además contribuir a superar la pobreza alimentaria rural, que afectaba en 2006 a más de nueve millones y que, ante la crisis de insumos que se vive desde 2007, habrá que esperar los nuevos cálculos para saber la magnitud en la que seguramente ya se ha acrecentado.
Los escenarios de violencia generalizada, el crecimiento de crímenes como la trata de personas, los feminicidios, la pornografía infantil a través de internet, los delitos sexuales y la violencia contra niños y mujeres, son sin duda síntomas graves de la descomposición social que sirve como telón de fondo a la crisis de la democracia.
Crisis. Esa es la palabra que debemos comenzar a atrevernos a pronunciar cuando hablamos de democracia. La tremenda desconfianza con respecto al resultado electoral de 2006; la destitución de los consejeros del IFE, incluido su presidente; y el actual escenario de abstencionismo que según algunas encuestas puede rozar 70%, no pueden ser catalogados sino así: una crisis democrática a sólo 12 años del primer proceso electoral que arbitró un órgano de Estado ciudadanizado.
Frente a ello, no hay propuestas que puedan ser catalogadas como serias en este proceso electoral. Incluso en las entidades en las que se elegirá a gobernadores, las plataformas de campaña son huecas; sin capacidad de procesar la complejidad y sin la posibilidad de generar alternativas para un desarrollo social y humano sostenido.
¿Cuál es la agenda legislativa de los partidos con mayor presencia territorial y electoral? Si es lo que hay en sus documentos básicos, el país está en problemas. Si es lo que vemos en comerciales propagandísticos y panfletos en los medios, el escenario se vuelve terrorífico.
Esperar de la clase política una renovación interna es ilusorio. Por eso urge construir mayores capacidades ciudadanas de ejercicio y exigencia de derechos; nuevos liderazgos para que, desde la ciudadanía, la academia y las organizaciones de la sociedad civil, puedan emerger nuevos liderazgos capaces de transformar o, al menos, de intentar cambiar las estructuras de corrupción, incapacidad y parálisis institucional que nos tienen atrapados.
Se ha dicho que modificar la ley para permitir el voto a ciudadanos sin partido no debe hacerse porque puede infiltrarse el narcotráfico. Con los niveles de corrupción actuales, este argumento es ridículo e insostenible.
Nuestra democracia se encuentra en crisis y es momento de llamar a la imaginación, al compromiso, a la vocación de servicio público y a un profundo sentido de patria, para tratar de salvar lo que aún tenemos y reconstruir en lo inmediato capacidades para la inclusión social.
La desigualdad sigue siendo el mayor de los males sociales; los niveles de ingreso siguen polarizándose entre las clases que más tienen y los grupos más desfavorecidos.
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