La tragedia de Hermosillo nos deja muchas lecciones. Quizá la más importante es que esta horrible experiencia debe hacernos preguntar qué estamos haciendo en lo social y cuáles son los criterios con los que estamos decidiendo lo que corresponde hacer a cada uno.
Ello implica una visión del poder y, por supuesto, una noción con respecto al Estado, el gobierno y el mercado. En esa medida, saber qué funciones, atribuciones y alcances se le da a cada una de esas esferas.
Resumiendo, habría dos maneras de entenderlo: la primera, desde la que el Estado se concibe como una estructura política con funciones circunscritas a la administración de la justicia y la seguridad pública, a la regulación de variables macroeconómicas y a la gestión gerencial del gobierno para administrar “programas públicos mínimos”, con la idea de que el Estado es un promotor de la economía y el mercado un gran regulador de la vida social.
Desde la segunda visión, insistiendo en que se trata de una reducción, el Estado se entiende como la gran estructura jurídica fundamental, que tiene como responsabilidad construir esferas de justicia, delimitadas por posiciones éticas relacionadas con la idea de que las personas deben ser asumidas como fines en sí mismas y no medios para alcanzar cualquier otro tipo de fines.
En este caso, el Estado es garante de derechos; en la primera visión se entiende que resulta un simple proveedor o administrador de bienes y servicios.
Desde la posición que asume que el mercado es el principal regulador de la vida social, los criterios según los cuales se deciden los ámbitos de intervención del Estado son los de rentabilidad, ganancia y eficiencia de la administración pública. Así, los servicios sociales se miden por inversión, rentabilidad, ahorro y resultados.
Por el contrario, cuando se asume que el Estado es el principal responsable de garantizar los derechos sociales, los criterios de funcionamiento institucional están relacionados con la garantía de la dignidad, independientemente de su costo.
Visto así, sin duda alguna los recursos estatales pueden usarse con transparencia y racionalidad. No es cierto que asumir un Estado garante de derechos implique despilfarro, desorden fiscal, deuda pública, bajo crecimiento o inflación. Eso ya lo tenemos, sin un modelo de bienestar. Un Estado garante de derechos convoca a la sociedad a construir pactos sociales, como una reforma fiscal para ampliar la base gravable y distribuir de manera justa los costos del bienestar.
Para poner en contexto la tragedia de Hermosillo es importante destacar que el tema de la subrogación de los servicios del IMSS corresponde a la primera visión: como es más barato y no se pagan prestaciones sociales a más trabajadores, se evita incluso engrosar el peso del Estado; y como los privados tienen más capacidades que el sector público, entonces hay que pagarles con los recursos del erario para que, con base en criterios de rentabilidad económica, se cuide a los niños.
Lo que está en el fondo es qué tipo de Estado requerimos para decidir qué tipo de nación estamos dispuestos a construir. Lo que se necesita, creo, es un nuevo pacto social basado en un consenso político que permita ir hacia un Estado social de derecho, en el que las personas sean vistas como portadoras de dignidad y atribuciones.
Necesitamos un Estado que asegure la universalidad de nuestros derechos, independientemente de la condición laboral; y también en donde esa condición no sea determinante de la calidad de los servicios; es decir, no es aceptable que haya de distinta calidad para los pobres, los menos pobres y las clases más favorecidas.
Necesitamos asumir que hacen falta cuando menos tres grandes reformas: la ecológica, para garantizar la viabilidad de la vida; la económica y fiscal, con el fin de generar los empleos dignos requeridos y orientar el crecimiento hacia la equidad y, la social, con el propósito de reorientar los criterios de distribución de los beneficios sociales para la ampliación constante del bienestar.
Esto nos daría la oportunidad de aspirar a una nación incluyente y no a una en la que el ahorro de unos cuantos pesos nos sigue costando la vida y la felicidad de millones.
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