Lunes 8 de junio de 2009
EI 12 de junio se conmemora el Día Internacional contra el Trabajo Infantil, a fin de hacer un llamado a la comunidad internacional para acabar con esta figura aberrante del mundo económico contemporáneo.
Sobre el tema hay dos posturas predominantes: la “abolicionista” desde la cual se llama a erradicar todas las formas de trabajo infantil, en particular aquellas que han sido denominadas por la OIT como las “peores formas de explotación infantil”— y la que reconoce que el trabajo infantil, cuando se realiza en condiciones de seguridad, es tolerable en la medida en que pueda contribuir a su formación en los valores de esfuerzo y disciplina.
Sin afán de polemizar, estoy convencido de que en una sociedad en la que los derechos a la vida, la educación, la salud y la alimentación se cumplen a cabalidad, no habría ninguna necesidad de que los niños tuvieran que incorporarse a ninguna actividad laboral a fin de aprender el valor del trabajo. Eso puede enseñarse a través de la disciplina y las prácticas de cooperación en el hogar.
Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, en el módulo de trabajo infantil, más de 3.6 millones de niñas, niños y adolescentes trabajan en México, debido a que en sus hogares no hay ingresos para llevar una vida digna, o porque vieron suspendido su derecho a la educación o cualquier otro de sus derechos fundamentales.
Hay también una cantidad inaudita de niñas y niños utilizados y abusados en prácticas aberrantes como explotación sexual, trata de personas, matrimonios forzados, adopciones ilegales, trabajo nocturno y múltiples ocupaciones que los sitúan en graves condiciones de vulnerabilidad, como trabajo en jornales agrícolas, minería, recolección de basura, alfarería y artesanales —casi todas de bajos ingresos— en las que las y los menores se ven involucrados por carencias familiares y la ausencia de infraestructura social básica que los proteja mientras sus padres trabajan.
La migración es otro de los fenómenos asociados al trabajo infantil. Alrededor de 800 mil infantes viajan anualmente en movimientos migratorios estacionales siguiendo las rutas de cultivos y cosechas por el centro, occidente y norte del país, desprotegidos y excluidos de las políticas públicas. Así ocurre por ejemplo con el programa Oportunidades, en el cual no se ha tenido la capacidad de incorporar a las niñas y niños trabajadores jornaleros agrícolas. Lo lamentable de todo esto es que a pesar de las recomendaciones reiteradas de organismos internacionales, organizaciones de la sociedad civil y otras instancias especializadas, no contamos con información, ni suficiente ni confiable, en torno a cuántos menores viven el infierno de la explotación.
Debe reconocerse que, ante la crisis, lo más probable es que la deserción escolar crezca, los hogares se vean obligados a incorporar a más perceptores de ingreso al mercado laboral, incluidos niñas y niños, y por la presión del trabajo, los menores que laboren lo harán en condiciones de vulnerabilidad, realidad aterradora e intolerable.
El problema de fondo no consiste en sólo diseñar nuevos programas para construir guarderías en los campos agrícolas, o garantizar niveles de supervivencia a las niñas y niños que viven o trabajan en situación de calle. Se trata de dar un vuelco a la noción del desarrollo sobre la que se ha fincado la acción del gobierno en los últimos 30 años, y de dar el paso de una vez por todas hacia un modelo de crecimiento diseñado para garantizar equidad social.
Esta administración no cuenta con una política de protección y garantía a los derechos de la niñez; tampoco la tienen las entidades de la República. Así, en las condiciones de pobreza, desigualdad y marginación en que vivimos, puede decirse que México sigue siendo un lugar inapropiado para los niños; y esa es una lacerante realidad que no podemos mantener.
Por ello, no se trata de decir sólo que en los niños está nuestro futuro. Más nos valdría reconocer que aunque no fuese así, protegerlos constituye un imperativo ético a todas luces irrenunciable.
No se trata de decir sólo que en los pequeños está nuestro futuro. Más nos valdría reconocer que protegerlos constituye un imperativo ético.
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